"Dejé de creer en Papá Noel cuanto tenía seis años. Mi madre me llevó a verlo a unos grandes almacenes y él me pidió un autógrafo".

Así resumía Shirley Temple una infancia llena de fama pero en la que nadie se cuidó de preservar su inocencia.

Eran los tiempos en los que Hollywood se regía por el sistema de estudios, en el que las estrellas eran, a pesar de todo, sometidas a duros contratos en los que, si Joan Crawford tenía que dar cuenta de las fechas de su menstruación, tampoco hubo concesiones al desarrollo natural de una niña.

Shirley Jane Temple, nacida en la localidad californiana de Santa Mónica el 23 de abril de 1928, no había tardado ni cinco años en meterse al mundo en el bolsillo con sus increíbles cualidades y la 20th Century Fox -como haría también la MGM con Judy Garland- no dudó en explotar a la gallina de los huevos de oro mientras fue posible.

Capaz de ejecutar las más complejas coreografías de claqué, de llevar los tirabuzones más inamovibles de Hollywood y con una candidez y una sonrisa que se tradujo en millones de dólares, Temple es uno de esos casos en los que el icono sobrevive a sus propias películas.

"Ojos cándidos" (1934), "La pequeña coronela" (1935) o "Rebeca, la de la granja del Sol" (1938) son títulos que han quedado difuminados en la memoria, pero su imagen sigue siendo símbolo de una época en la que el cine era el entretenimiento por excelencia.

Carole Lombard y directores como John Ford asumieron estar por debajo de ella en el cartel, pero llegó el momento que los magnates del cine temían: la adolescencia.

Shirley, a pesar de que hizo mejores interpretaciones y filmes de mayor calidad -como "Desde que te fuiste" (1944), con Claudette Colbert, o "El solterón y la menor" (1947), con Cary Grant-, no pudo compensar el peso de su pasado como estrella infantil.

Estados Unidos había enloquecido con ella. En los años posteriores, actrices como Shirley McLaine o Shirley Jones reconocerían que sus madres les llamaron así en homenaje a la "Pobre niña rica", como titulaba una de sus películas, e incluso un cóctel llegó a adoptar su nombre: una mezcla de Ginger Ale con naranja y granadina rematado por una guinda al marrasquino y un poco de limón.

Sus récords se acumulaban: en 1935 recibió un Óscar especial, con tan solo siete años, un premio que había entregado el año anterior a Claudet Colbert. También sus huellas son las más chiquitinas del paseo de la fama en Sunset Boulevard en Hollywood.

Pero Temple, aunque siguió en el mundo del espectáculo gracias a algunos programas de televisión, dio por terminados sus gloriosos tiempos en el cine y se pasó a la política como miembro activo del partido republicano de Estados Unidos.

En 1967 se presentó, sin resultados positivos, a las elecciones a la Cámara de los Representantes como candidata por California, pero Richard Nixon sí la tuvo en cuenta y la hizo delegada adjunta de la misión norteamericana en la ONU, dentro del comité para el estudio de los problemas del medio ambiente, humanos y sociales.

Ya había dejado de ser la cándida Shirley Temple y, tomando el apellido de su segundo marido -el político y empresario Charles A.

Black-, pasó a ser la férrea conservadora Shirley Temple Black.

Así ejerció, en 1974, de embajadora de los Estados Unidos en Ghana, en 1976 fue jefa de protocolo de la Casa Blanca y, ya en 1989, George Bush la designó embajadora de su país en Checoslovaquia.

Tras el cine y la política, su tercera batalla ha sido, desde 1972, la salud. Aquel año le fue extirpado un pecho y, desde entonces, se erigió como apoyo moral para todas las mujeres en su misma situación.

Además, fue fundadora de una Federación Internacional para combatir la esclerosis, y en 1988 publicó el primer volumen de su autobiografía, titulado, como es lógico "Child Star".

Diez años más tarde, apareció en el 70 cumpleaños de la Academia de Hollywood y, desde entonces, dosifica sus apariciones públicas en pos de una vida tranquila y familiar en una casa al norte de California.