Ahora que se llevan los liderazgos blandos -incluyendo el del irascible pero flojo Donald Trump-, la figura de Manuel Fraga se perfila como la de un político de otra época aunque apenas hayan transcurrido cinco años desde su muerte.

Ya no se estilan las flores en el ojal ni los gobernantes que a fuerza de hiperactividad acaban por ganarse títulos de "León" o "Ciclón de Vilalba", al modo de los deportistas temperamentales como Gento. Ni hoy sería concebible un líder al que le cupiese "todo el Estado en la cabeza", como Felipe González llegó a decir de don Manuel en un celebrado requiebro.

Salvadas las distancias y las muy disímiles circunstancias, Fraga podría ser encuadrado en el perfil de los gobernantes que alumbró la posguerra: la mundial en el caso de los europeos, y la civil en el suyo. Al igual que los actores de esa época, eran gente que llenaban con su sola presencia el escenario y todo lo hacían a lo grande: así las obras como los errores.

El propio político gallego -y español, por supuesto- solía citar como referencia al canciller Konrad Adenauer, subrayando el dato de que el padre de la República Federal Alemana emprendiese su carrera política cumplidos ya los setenta años de su edad. Aún le quedarían tres lustros en el poder para acometer la reconstrucción de Alemania y su conversión en potencia económica mundial.

Frecuentaba también Fraga gustosamente las alabanzas al británico Winston Churchill y al francés Charles de Gaulle, que completaron -junto al alemán- el elenco de gobernantes europeos que parecían posar siempre de perfil, como si su cara se prefigurase para ser estampada en las monedas.

A diferencia de sus admirados modelos, con los que compartía el fuerte carácter y la mucha erudición, Fraga emprendió su carrera dentro de un régimen que no miraba precisamente con buenos ojos a los políticos. "Haga como yo, joven: no se meta en política", dicen que decía el propio general Franco a los ministros que iba incorporando a su gabinete.

No consta que el dictador le diese en persona ese consejo al futuro don Manuel; pero la norma quedaba sobreentendida. Fue así como, en vez de hacer política, Fraga se puso a hacer paradores y a llenar España de suecas en bikini a las que después perseguiría Alfredo Landa en sus películas.

También se las tuvo con los periodistas, a quienes su ley de prensa abrió la oportunidad de ser multados en vez de previamente censurados. Muchos años después, aún se discute si aquella timidísima y algo envenenada liberalización contribuyó o no a abrir un poco las compuertas del régimen; pero lo cierto es que su autor siempre la defendió como tal.

Para hacer política como Dios y la democracia mandan, el Ciclón de Vilalba que casi había echado los dientes a bordo de un coche oficial tendría que esperar aún a los últimos años del franquismo. Fue entonces, a principios de los años setenta del pasado siglo, cuando Fraga cambió de referentes para presentarse como el Karamanlis español.

El tal Karamanlis, olvidado ya entre las bobinas del no-do, fue el primer ministro que se ocupó de desmontar la dictadura de los coroneles en Grecia. Lo hizo sin prisa ni pausa y procurando molestar lo menos posible a los militares, no fuera a darse el caso de que cayesen en la tentación de perpetrar otro golpe de Estado.

La diferencia radicaría, si acaso, en que Karamanlis era un exiliado y Fraga actuó como una especie de liberal dentro del régimen, al que continuaba sirviendo desde su puesto de embajador en Londres. A la capital británica peregrinaron, efectivamente, toda clase de políticos y figuras del establishment durante el año previo a la desaparición física de Franco. Los movía, al parecer, el convencimiento de que el embajador y exministro iba a jugar un papel determinante en el tránsito del franquismo a una democracia más o menos tutelada.

Se equivocaron todos, incluyendo al propio Fraga. Quien sucedió al Caudillo y Centinela de Occidente fue en realidad un rey que no estaba por la labor de encomendarse a políticos de peso pertenecientes a una generación mayor que la suya. En lugar de eso, el joven Juan Carlos optó por un entonces desconocido Adolfo Suárez, que era hombre del régimen -nada menos que secretario general del Movimiento-, pero también político de convicciones flexibles como convenía a la situación.

Desairado por tan imprevisto giro del destino, Fraga se puso Iribarne y dejó de lado sus posiciones liberales para escorarse hacia la derecha más extrema con la formación de una alianza electoral en la que figuraban hasta siete exministros de Franco. Rápida e irónicamente bautizada con el peliculero título de Los Siete Magníficos, aquella primera Alianza Popular tuvo un éxito perfectamente descriptible en las urnas. En las primeras elecciones de junio de 1977 obtuvo una menos que magra cosecha de 16 escaños: cuatro menos, por ejemplo, que el Partido Comunista de Santiago Carrillo.

De aquel escarmiento sacó Fraga una rápida lección. Aprovechó la debacle electoral para librarse -con su habitual empuje- de los magníficos dinosaurios que le habían acompañado en la aventura y reconvertir su fracasada alianza neofranquista en un partido de derecha dura, pero tradicional. Para que el giro quedase del todo claro, no dudó en presentar a Santiago Carrillo en el Club Siglo XXI, entre el escándalo de los franquistas y el asombro de los demócratas en general.

Con el paso de los años y la quiebra de la UCD de Suárez, aquella nueva Alianza Popular acabó por convertirse en el partido de referencia de la derecha democrática. Al contradictorio Fraga, capaz de una cosa y la contraria, se le atribuyó desde entonces el mérito, no pequeño, de haber bajado a la derecha española del monte en el que tan a menudo había vivaqueado a lo largo de la Historia para integrarla en los usos parlamentarios de Europa.

Aun así, no tardaría en hacerse evidente que el exministro de Franco tenía un techo electoral que lo invalidaba como candidato a presidir algún día el Gobierno. Un periodista británico diría años después que Fraga fue "el mejor primer ministro que España nunca tuvo", aunque se tratase de un mero juego de palabras.

Consciente de esa imposibilidad, Fraga organizó por dos veces su sucesión -primero con Hernández Mancha y luego con Aznar-, antes de ganar una última batalla de orden menor en la presidencia de Galicia. En su trono de Compostela se desquitaría de anteriores desencantos con la creación de todo un virreinato basado en la desmesura y la heterodoxia. Diseñó su propia política de Asuntos Exteriores con viajes a la Cuba de Castro y al Irán de los ayatolás; abogó por un régimen federal de Administración Única que desbordaba las costuras de la autonomía y, en general, estiró los límites de una presidencia que no era exactamente la que deseó toda su vida.

Populista e ilustrado, Fraga fue un político abundante en contradicciones. Exministro de Franco y colega de partidas (de dominó) con Fidel Castro; padre de la actual Constitución y también activo jefe de Propaganda del Caudillo; culto titular de varias cátedras y a la vez teórico del precio de los garbanzos en el Congreso. Un político de carácter que hoy estaría fuera de época. Aunque solo hayan pasado cinco años.

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