"Cuando uno es embajador siempre es embajador". Ese sería el aforismo que rige la vida de Roberto Varela Fariña (Meaño, 1959) en Uruguay. "Cuando salgo a la calle, cuando me tomo un café, la gente me reconoce; soy embajador y debo actuar como tal", explica por teléfono desde el país iberoamericano el exconselleiro de la Xunta de Cultura.

"Hay gente que quiere separar su vida privada de la profesional. En los diplomáticos eso es casi imposible porque se mezclan", expone. Pero a Roberto Varela eso no le importa. Todo lo contrario. Él siempre mezcló mucho esa "doble personalidad" e incluso ve una prerrogativa vivir donde trabaja, la Embajada, aunque advierte que nadie se lleve a engaño por la ampulosidad de un edificio de casi cien años en el que se ha hecho un pequeño hueco para su guitarra, su piano y sus cosas. "Solo tengo que subir y bajar las escaleras, tengo mi residencia encima de mi despacho, y eso me facilita mucho la vida en el sentido de que siempre estoy en el trabajo", asegura. De hecho, subir y bajar escaleras es el único deporte que practica.

En su cometido no hay horarios. Aunque en la embajada en Montevideo los turnos acaban a las cinco, en su caso los límites no están claros: "Mi trabajo continúa también por la tarde y por la noche porque tengo mucha vida social porque forma parte de mi trabajo y porque uno tiene que vivir el país en donde está", explica. Eso también tiene "un precio": la "parte emocional". "Porque me involucro en la vida de este país y un día tendré que abandonarlo y a saber cuándo volveré", señala. "La vida de un diplomático tiene un coste emocional muy alto que mucha gente a veces no reconoce", en alusión, añade, a que "piensa que estamos todo el día de cócteles, pero un cóctel es un trabajo que lleva su tiempo y no solo es eso. Es un día hacer las maletas y saber que no vas a volver y es muy doloroso".

Pero, al menos, su trabajo "quizás sea menos estresante que cuando era conselleiro". "Desde el punto de vista de lo que es el día a día", aduce, "porque tengo un mejor espacio de libertad, de autonomía". Al menos lee los periódicos sin tensión. "Es como un ceremonial. Lo primero que hago por la mañana es ir a internet y ver qué pasó en España y en Galicia. Leo FARO DE VIGO y otros. Lo importante es que los leo con tranquilidad, y no con el susto que sentía siendo conselleiro", explica. Por ejemplo, ahora no tiene por qué preocuparse de la Cidade da Cultura. Preguntado sobre el tema, opina que la decisión de paralizar los dos edificios restantes le parece "bien tomada", "racional" e "inevitable". No obstante, "dejaría una puertecita abierta" a acabarla algún día, "a largo plazo".

Pero la vida como embajador tampoco es "tranquila" porque "siempre" está "en movimiento". "Pero no es lo mismo que ir en el coche oficial por la mañana temprano y me llamaba mi jefa de gabinete y yo cruzaba los dedos y decía a ver qué pasó hoy. Ese sentimiento no lo tengo", reconoce. Ayuda un carácter que facilita su trabajo: "Tengo una parte que llega mucho a la gente que es la parte emocional, más de cercanía, y todo el mundo pregunta si de verdad soy embajador porque no tengo pinta de embajador, me acerco mucho a la gente, hablo con todos e intento acceder a la gente por esa parte afectiva", dice.

Aunque está rodeado de gallegos y ya se ha adaptado -hasta le salen palabras en uruguayo-, siente "morriña" de Galicia, de la que echa de menos "todo", pero más a familia y a amigos. "Cuando uno está en política siempre está enfrentado a algo, pero cuando está fuera habla con más distensión e hice muchos amigos, conservé muchos y me gustaría verlos". Por eso estas vacaciones vienen con agenda apretada: Santiago, Madrid, Meaño...

Tan apretada o más que la del pasado viernes, cuando le hace un hueco a este diario entre la apertura de un concurso relacionado con el futuro Museo del Tiempo con el ministro de Cultura de Uruguay, la celebración del 50 aniversario del Hogar Español -discurso incluido- y acompañar a una delegación de parlamentarios, entre ellos la viguesa Carmela Silva.