Al igual que los añejos documentales del NO-DO que sirvieron de banda sonora a su generación, la vida de Manuel Fraga Iribarne ha sido una película de gran metraje en blanco y negro que apenas dejó lugar para los matices. Estadista sin tacha para sus seguidores y villano arquetípico a ojos de sus adversarios, con el histórico líder, fundador y refundador de la actual derecha española no cabían medias ni cuartas tintas. Tal vez eso explique que su imagen en vida y acaso también en esta hora de las necrologías sufra la deformación propia de haberse visto reflejada con más frecuencia de la aconsejable en los espejos valleinclanescos del Callejón del Gato.

Son esos espejos los que devuelven, por su lado cóncavo, el perfil esquemático e incompleto de un mero ministro de la dictadura que por alguna extraña paradoja del destino habría de acabar siendo uno de los siete padres de la actual Constitución. Vista por el lado convexo, la figura de Fraga sería en cambio la del pragmático hombre de Estado que supo bajar a cierta derecha extrema del monte para integrarla –como nunca a lo largo de la Historia– en los usos habituales de la democracia. Las dos afirmaciones son ciertas, si se contemplan por separado. Pero las dos son también visiones reduccionistas de un político cuya larguísima trayectoria está alfombrada de contradicciones y exige, por tanto, tener en cuenta la miríada de matices que la acompañan.

La de Manuel Fraga ha sido en realidad una biografía de orden básicamente numeral, fundada sobre la estadística y la desmesura. Nadie como él se preciaba, acaso con justicia, de ser el español que más oposiciones superó con el número uno. Pocos han generado, igualmente, tal número de partidos y siglas –RD, AP, CD, PP, entre otras– en la reciente historia de España. Y resulta improbable, en fin, que en vida hubiese encontrado competidor por lo tocante a millones de kilómetros recorridos, en miles de almuerzos de trabajo, en cacerías a centenares y en decenas de libros escritos. Nada de lo que asombrarse si se tiene en cuenta que subió a su primer coche oficial hace sesenta años y desde entonces hasta su muerte no ha parado apenas de gastar despacho en algún cargo público: ya fuese bajo la dictadura a la que sirvió como "liberal" del régimen, ya en la democracia que ayudó a construir.

Hijo de gallego indiano y de madre vasco-francesa, Fraga tal vez debiese a esa fusión de sangres las dos personalidades a menudo contradictorias que conformaron su perfil político. Había un Fraga gallego, práctico y sentimental que convivía en el mismo cuerpo desgarbado y de andar bamboleante con un Iribarne de fuerte carácter vasco y temperamento mercurial poco dado a templar gaitas.

Parece natural que un talante bifurcado como ese concitase a partes aproximadamente iguales la adhesión de rendidos devotos –más que partidarios– y a la vez la irrecuperable animadversión de sus enemigos. Si el doctor Fraga era un culto y memorioso catedrático de Universidad, fluido hablante de varias lenguas, competente teórico del Estado y político de ortodoxia conservadora, su alter ego Iribarne exhibía sin embargo un carácter áspero y un lenguaje vagamente jupiterino, además de una irrefrenable tendencia a cometer despropósitos en nombre de la retórica razón de Estado.

Poco tenían que ver el doctor Fraga y el señor Iribarne, aunque los dos habitasen y actuasen bajo una misma identidad. Probablemente eso explique su zigzagueante trayectoria a lo largo de más de medio siglo de presencia activa en la vida política española.

Podía ocurrir, por ejemplo, que Fraga elaborase una ley de prensa que suprimió la censura previa en pleno franquismo, a la vez que su lado Iribarne aplicaba esa misma ley con criterios lo bastante represivos como para convertir a aquel ministro de Propaganda de Franco en la bestia negra de los periodistas españoles.

Existió también un Fraga capaz de domesticar a la entonces ultramontana derecha del país hasta convertirla –de grado o por fuerza– a los usos del parlamentarismo y la razón. Pero ese Fraga coexistía una vez más con el Iribarne que trató de prolongar inútilmente el franquismo asociándose en la primera Alianza Popular de Los Siete Magníficos con algunas de las más notables reliquias de aquel régimen.

Esa pertinaz tendencia a la contradicción ilustró toda su vida. El mismo Fraga que contribuyó a poner los cimientos del actual sistema democrático como uno de los redactores de la Constitución del 78 había sido anteriormente el que tan desdichado papel desempeñara en el caso de Julián Grimau o el que ironizaba sobre las sevicias infligidas a un grupo de mujeres durante una huelga minera en Asturias.

No sorprenderá, por tanto, que Fraga fuese el primer político del régimen en abogar por la legalización del comunismo en España y también el primero en tronar apocalípticamente cuando Adolfo Suárez siguió sus recomendaciones y sacó del lazareto al PCE de Santiago Carrillo. Rizando el rizo, Fraga sería también el que –para escándalo de sus correligionarios- se resolviese a presentar en sociedad al entonces apestado Carrillo en el sancta sanctórum franquista del Club Siglo XXI. Años después, ya como presidente de la Xunta de Galicia, reincidiría en esta vocación iconoclasta con sus viajes a Cuba –donde trabó una inesperada amistad con su medio paisano Fidel Castro– y las posteriores giras oficiales por lugares tan incómodos como la Libia de Gadafi o el Irán de los ayatolas.

Menos conocido aunque igualmente chocante podría resultar el hecho de que el ex ministro de Franco fuese uno de los primeros accionistas e impulsores del diario "El País", uno de los referentes más notorios de la transición a la democracia. Cierto es que sus relaciones con el periódico que ayudó a crear acabarían agriándose hasta el límite de la bronca, como años después confesaría el propio Fraga con resignado humor. "Era una de esas empresas", explicaba, "en las que uno entra para hacer amigos y perder dinero; pero sucedió todo lo contrario. Gané dinero y perdí un montón de amigos".

La contradictoria biografía del patrón de la actual derecha abundaría aún en muchas otras paradojas. No fue la menor de ellas su radical cambio de opinión sobre el Estado de las Autonomías. Fraga había intentado reducirlo a una mera descentralización durante el debate del correspondiente título constitucional en las Cortes, pero eso no impidió que años más tarde propusiera –ya como presidente electo de Galicia– una "Administración Única" que recordaba extraordinariamente a un modelo de Estado casi federal.

Paradójica y lineal a la vez, la de Fraga ha sido una vida intensa, numerosa, numerable y en cierto modo desaforada. De su peculiar sentido de la medida da idea el hecho de que titulase con el extravagante calificativo de "breves" las más de mil páginas en las que transcribió –a modo de memorias– los diarios y agendas que nunca dejó de redactar con disciplina y tenacidad estrictamente fraguianas durante el curso de su larga existencia.

Fiel a esa desmesura de carácter, Fraga lo ha sido casi todo –y a menudo una cosa y la contraria– durante el último medio siglo de vida política de este país. Ministro de propaganda y paradores del franquismo, embajador en Londres, ministro otra vez en democracia, jefe de la oposición, presidente de Galicia, senador y hasta director general de una compañía cervecera, su itinerario vital es el de un animal político en el sentido que Aristóteles daba a la expresión.

Una biografía tan ancha, dilatada y –sobre todo– contradictoria como la suya hace del todo imposible un resumen en blanco o negro, sin matices, como el que en vida solían hacer sus partidarios y detractores. No hay manera de conciliar al activo jefe de propaganda del Caudillo con el padre de la Constitución española; al estadista que curó a la derecha de su histórica alergia a las urnas con el político marcado por los sucesos de Vitoria y Montejurra; al culto catedrático con el tonante e irascible Iribarne que muchos de sus adversarios conocieron y padecieron.

Poco tentado por la modestia, Fraga solía compararse al canciller alemán Adenauer y a menudo frecuentaba también con placer las analogías con el británico Churchill. Puede que esto formase parte de su natural desmesura, pero –salvadas las insalvables distancias–, algo hay de cierto en que el político gallego encajaba en el perfil de esa generación de estadistas que ejercían el poder posando de perfil para la Historia, más bien que para las urnas. La diferencia –nada anecdótica- en el caso de Fraga reside en que a él le tocó comenzar a ejercer su carrera de político vocacional en un régimen que no ofrecía precisamente el mejor de los campos de juego posibles. Y lo cierto es que, aunque alguna vez se quejase de este hándicap, el propio Fraga no le puso demasiadas pegas al trabajo dentro de una dictadura que en el fondo no casaba del todo con su talante conservador.

Ministro de Franco y de Juan Carlos, redactor de la actual Constitución democrática e indiscutible reconstructor de la actual derecha española, Fraga hubiera cambiado probablemente todas esas circunstancias biográficas por la presidencia del Gobierno que –según admitía a menudo– fue la más tenaz aspiración de toda su vida. Lo intentó en varias ocasiones hasta caer en la cuenta de que su pasado y las circunstancias de la Transición conspiraban en su contra. Todo ello acabaría por convertirlo en una especie de Moisés de la derecha que, si bien no llegó a pisar la tierra prometida de La Moncloa, logró al menos que lo hiciese por vía vicaria José María Aznar, el segundo de los sucesores por él designado. Aún le quedaría fuelle para conquistar en las urnas el premio de consolación de su Galicia natal, donde gobernó ininterrumpidamente durante casi quince años hasta que los electores gallegos le dieron la jubilación en 2005, cumplidos ya los ochenta.

Más de medio siglo de político –y a veces gobernante– en ejercicio han dado a Fraga un perfil lo bastante complejo y caudaloso como para que el número de sus partidarios y detractores se equilibre a partes más o menos iguales.

Un periodista británico dedujo tras entrevistarse con él que "es el mejor primer ministro que España nunca tuvo": y en esa frase llena de dobles sentidos podría resumirse muy bien la personalidad del político que acaba de fallecer. Su reciente e inesperado amigo Fidel Castro aventuró en cierta ocasión que la Historia le absolvería, pero aún habrá que esperar años para que la posteridad dicte sentencia en el caso de un don Manuel que a veces ejercía de Dr. Fraga y otras de Mr. Iribarne. Cualquiera que sea el veredicto, no hay duda de que la suya ha pasado ya a ser una de las figuras imprescindibles para entender la Historia de España del último medio siglo.