Silvia García, profesora de Infantil de escuela "rural", como prefiera ella llamarla, se declara "feliz de la vida" tal y como está, pero confiesa que tiene un sueño: que durante los próximos años, cada mes de septiembre, los alumnos de tres a seis años que cruzan el umbral de la escuela unitaria de Regoelle –que dirige, gestiona y de la que es la única profesora–, sean como mínimo seis –los que exige la Xunta para que el centro no se vea obligado a cerrar sus puertas–.

Es un sueño modesto, pero complicado porque las tendencias demográficas del rural gallego –en este caso, afirma Silvia, una mezcla de "baja natalidad y emigración"– no son demasiado alentadoras y una veintena de escuelas de la comunidad ya sucumbieron a ese "negro futuro" que augura y teme esta joven profesora.

Ahora Silvia hace encantada dos horas de coche cada día, desde su casa en Santiago, para dar clases a ocho niños de dos pequeños pueblos, Regoelle y Touzas, pero cuando se inicie el próximo curso, dos de ellos tendrán que seguir con Primaria en la localidad vecina de Baíños. Y lo mismo ocurrirá al año siguiente. Hasta los niños saben que si a ocho se le quitan cuatro, no quedan precisamente seis, sino cuatro.

Por eso, el sueño de Silvia es que "alguna familia se mude al pueblo" y hacer trampas a la demografía local para seguir apuntando en el cuaderno de matrícula nombres como Alexia, Katia, Lucía, Dylan, Rubén, Javi, David, y Joel, alumnos que conoce muy bien porque comparten con ella el privilegio de una "enseñanza más individualizada". No en vano las ratios que impone la Consellería de Educación, en un colegio convencional, son de 25 alumnos por aula en Infantil y Primaria. Lejos quedan los tiempos de 1984, cuando la profesora de entonces registraba en el cuaderno de matrícula 17 nuevos ingresos.

Al pequeño colegio de Regoelle, que consta solo de un aula muy amplia, un pequeño despacho, un baño y un almacén, no le falta de nada, ni siquiera conexión de internet, dos ordenadores y una enorme pizarra digital donde los niños resuelven actividades propias de ciudad y ante la que compiten por ser el siguiente. A la puerta tienen un parque infantil construido por el concello para jugar e incluso un pequeño jardín en el que practicar horticultura. De hecho, Silvia imagina ya cómo en verano se podría colocar ante la escuela una pequeña piscina para intentar explicar a los niños por qué flotan los barcos. Como afirma la maestra, en esta escuela "todo son ventajas". O casi.

El de la posible extinción de este centro es el único pero que encuentra Silvia –originaria de Monterroso, en Lugo– a su tarea docente, aunque en los últimos tiempos, y en respuesta a la preocupación de los padres, su batalla se centró en lograr que el Concello de Dumbría arregle el cuarto de baño, a donde los niños desfilan en perfecto orden a media mañana para lavarse las manos.

Y es que así lo requiere una de las tareas favoritas de la jornada –que se concentra de 9.30 a 14.30–, la merienda, que no solo sirve para llenar el estómago, sino que además da puntos. "Les he explicado a los padres los menús saludables y al ver que comían poca fruta, por cada pieza de fruta que traigan se ganan un punto. Los que más tengan se llevan un detallito, como una pegatina, como recompensa", explica la tutora. De momento, la cartulina en la que constan las hazañas de los pequeños demuestran que la competición será reñida porque todos están muy igualados y la mayoría saca de sus mochilas, aparte de yogures, sandwichs y magdalenas, mandarinas, plátanos, manzanas y peras.

Excepto los lunes y los martes, cuando vienen, "igual que el pescado o el pan", bromea Silvia, las profesoras de inglés y de religión, la vida de esta pequeña comunidad escolar discurre con placidez y "en familia". "Los niños son de aquí del pueblo y llamo a su casa si necesitan algo, con la ventaja además de que siempre hay abuelos a su disposición", argumenta. Si su sueño no se cumple, Silvia lo sentirá mucho, pero tiene claro que repetirá y se pedirá otra escuela rural.