Los menores se exponen a mayor riesgo de engancharse al juego porque “no ven la realidad y no han tenido grandes responsabilidades”. Su inmadurez, apunta Alejandra Garralón, psicóloga de Agaja, añade dificultades. “Desengancharse y madurar a la vez es complicado”, declara.

¿Cómo detectar los síntomas de una ludopatía?

“El niño o adolescente reduce sus relaciones sociales, tiene grandes cambios de humor cuando no está jugando frente al ordenador y sufre síndrome de abstinencia”. Si la relación con los padres es de calidad, “se nota fácilmente, aunque cada vez hay menos tiempo para los niños”.

¿Cuál es el primer paso para la rehabilitación?

“El primer paso imprescindible es que el menor reconozca que tiene un problema y quiere resolverlo, si no es así no funciona”, explica Garralón. Una vez el joven acude a las sesiones de terapia, ésta se adapta a sus características elaborando una evaluación inicial. “Vemos qué páginas visita, cuántas horas juega semanalmente, qué es lo que más aprecia de su adicción o qué placer experimenta, entre otros aspectos”, cuenta.

¿En qué consiste una terapia y cuánto dura?

La terapia es “individualizada”. De hecho, los menores son tratados individualmente, no en terapias de grupo como en el caso de los mayores. “Empezamos cortando el uso del ordenador y regulando el dinero, aunque muchos roban, y con herramientas para controlar los estímulos vinculados a su adicción”, indica Garralón. “Identificamos situaciones de riesgo que disparan su ansiedad, lo enfrentamos a ellas, como por ejemplo cuando su madre le pide que apague el ordenador y se ponga a estudiar, lo que dispara su ira. Podemos teatralizarlo y pedirle al chaval que le diga a un cojín lo que querría decirle a su madre”, prosigue. “Una terapia no dura menos de un año. Empieza con sesiones semanales y luego pueden espaciarse más mientras le indicamos cómo revisar su estilo de vida”, cuenta.

¿Qué papel tienen los padres?

“Sin su apoyo es imposible rehabilitarse”, dice Garralón, que desvincula la casos de ludopatía de familias desestructuradas. “También se detectan en familias muy compactas”, apunta. “Con los adolescentes los padres ponen más de su parte. En los veinteañeros, muchos los dan por perdidos, aunque algún chico de 27 años parece un niño”, zanja.