La liberación de Ingrid Betancourt fue el final de una tortura que se prolongó seis años. Sin embargo, también fue el principio, otro más, de la pesadilla de Ari, una joven colombiana que reside en Vigo tras huir de "un dolor, un vacío, una locura" que la estaban matando. El calvario de Ari se inició en 2001, ese año su pareja Carlos, con el que vivía desde hacía meses y pensaba casarse de inmediato, fue secuestrado por las FARC durante un viaje de negocios a las afueras de Medellín. Desde entonces no ha vuelto a tener noticias suyas. Siete años sin saber absolutamente nada. Vivo o muerto; secuestrado o desaparecido... Nada. Por eso, la liberación de Ingrid Betancourt tras un penoso cautiverio en la selva colombiana ha reavivado, siquiera por unos días, su esperanza de reencontrarse con Carlos. La cabeza y el corazón de Ari combaten en un duelo desigual. "Tengo la ilusión de volver a verlo, pero estoy segura de que eso no pasará", resume la contradicción que la aherroja.

Ari reconstruye el trágico destino de Carlos con precisión y serenidad, comiéndose las lágrimas, que pugnan por brotar. El dolor anida en su interior y parece decidido a quedarse. "En 1999, trabajaba como asesora publicitaria en Barranquilla para el candidato Luis Eduardo Díaz que se presentaba a la Cámara. Él llamó a su hermano, que residía en Estados Unidos, para que le echase una mano en la campaña. Así conocí a Carlos". Éste es el origen de una historia de amor que devino en tragedia.

En un principio la relación fue estrictamente profesional. "Todos me consideraban una persona férrea, de carácter templado, muy disciplinada, enérgica... Mis amigos me decían en broma que debería haber ingresado en el Ejército, y llegué a planteármelo. Pero la verdad es que yo tenía cancha para la política, y así me convertí en líder comunitaria", evoca Ari a aquella joven de 25 años que soñaba con comerse el mundo.

La intensidad de la campaña electoral le llevó a mantener un contacto diario con Carlos, con quien un año después formalizó su relación. El periodo electoral concluyó y él decidió no regresar a Estados Unidos para establecerse en Colombia como hombre de negocios: una empresa de teléfonos móviles, tiendas de alimentación, compra y venta de ganado... La relación iba viento en popa... hasta que Carlos decidió viajar a las afueras de Medellín. "Se fue con un socio a cerrar una transacción de ganado. Siempre que salía de casa manteníamos el contacto por teléfono, pero en esta ocasión pasaron los primeros

días y no sabía nada. `¡Qué raro!, Debe de estar muy ocupado´, pensé. Cuando transcurrió una semana, me pareció increíble: algo había pasado". Entonces se produjo la llamada. "La esposa del socio de Carlos me telefoneó y me dijo: `Ari si estás de pie, siéntate. Carlos y mi marido están desaparecidos´".

A pesar de que desde ese mismo instante Ari buscó información sobre lo sucedido, siempre se topó con un muro de silencio. Nadie sabía nada. La impotencia era absoluta. Semanas después empezó a obtener algunas pistas:"Al parecer Carlos salió del hotel con su socio a tomar algo en una caseta del pueblo. Allí entablaron conversación con algunos vecinos, que sacaron el tema de la situación política. Carlos es una persona muy extrovertida y sincera, al que le gusta hablar. En un momento de la conversación criticó a la guerrilla; dijo que era un error y que estaba haciendo mucho daño al país. Que su hermano era político y que la política era la solución, el único camino. Ésa fue su condena".

A la mañana siguiente, cuando caminaba por el pueblo, los mismos vecinos con los que había hablado por la noche les salieron al paso. Le quitaron los maletines, los ordenadores portátiles y los móviles, y se los llevaron. Y hasta hoy. "Se metieron en la boca del lobo y el lobo cerró la boca. Lo suyo fue un viaje sin retorno", resume Ari.

Los intentos por localizar a Carlos fueron infructuosos. Anuncios en los periódicos, mil llamadas, reuniones... Nadie sabía nada; nadie podía ayudar. Ari se quedó sola.

"Al principio tenía la esperanza de una llamada solicitando un rescate. Teníamos plata para poder pagar. Pero nadie llamó, sólo un par de personas que intentaron engañarnos en busca de dinero. Entonces prácticamente enloquecí. Caí en la depresión. Todo era puro llanto. Mi vida era un lamento, una agonía. Yo, que era fuerte y no tenía miedo a nada, recibí el golpe más grande. Mi vida se partió en dos", confiesa.

Transcurrido un año, su estado empeoró. "Me convertí en un esqueleto; no comía, me pasaba a todas horas pendiente de las noticias. Seguía llamando y buscando información. Incluso tuve la tentación de hacer la maleta e irme para allá, pero un día me dijeron que si seguía por ese camino, me iba a llevar un plomo. Si lo hacía, me estaba suicidando", relata.

A la pérdida de su pareja se le unió el aislamiento cuando no el rechazo de su círculo social. Increíblemente la víctima empezaba a ser vista como culpable. La necesidad de salir de ese ambiente putrefacto se hizo cada vez mayor. "Yo ni quería la compasión gratuita ni mucho menos la soledad, pero tampoco soportaba que la gente me diese la espalda", admite. Y España fue la vía de escape. El estigma de cierta culpabilidad todavía parece acompañarla hoy. Eso explicaría el anonimato de esta conversación.

Hoy, Ari se sigue debatiendo entre la cabeza y el corazón. La cabeza le dice: "No creo que esté secuestrado, porque ya nos habrían pedido un rescate o al menos dado alguna señal. Lo habrán hecho desaparecer, lo llevaron al hoyo. No puedo seguir luchando por algo que no existe, un imposible". El corazón, en cambio, replica: "Todavía sigo mirando las listas de secuestrados por si algún día me encuentro su nombre. Quizá milagrosamente reaparezca y entonces volveré a ser feliz."

Ari recibió la noticia de la liberación de Ingrid Betancourt con una enorme alegría. "Fue un día muy especial. Si la tuviese delante, le preguntaría si durante su cautiverio sintió toda la energía, todo el amor que sus familiares y amigos le enviaban. Si notó esa comunicación inexplicable, porque entonces Carlos también la estará sintiendo ahora", asegura.

Pero tras este súbito estallido de esperanza, la razón toma de nuevo el control de Ari. "Lo de Ingrid fue maravilloso, pero soy escéptica respecto a la liberación de los demás rehenes. Esto va para muy largo", advierte para ofrecer su receta: "Uribe o el presidente que le suceda deben seguir atacando y asfixiando a la guerrilla. El diálogo es un error. No se puede hablar con alguien que acude a la mesa con un revólver en el cinturón. Será todo un teatro: los muertos, los secuestros, las extorsiones..."

La segunda vía para el fin del terrorismo de las FARC es social y económicA: "Mientras en áreas de Colombia haya miseria, casi esclavitud, y analfabetismo habrá guerrilla. Mientras un campesino viva mejor con las FARC que labrando quince horas al día un campo que no es suyo, habrá guerrilla. Porque seguirá viendo en la guerrilla una oportunidad de una vida mejor. Si no se produce ese cambio, ésta seguirá siendo la historia de nunca acabar".

Por eso, porque la guerrilla es una suerte de maldición eterna, sus víctimas acaban conviviendo con ella, con su angustia, y buscando sus propios caminos para sobrevivir. "La dura lección que aprendí de la desaparición de Carlos es que lo importante es vivir día a día, disfrutando de cada instante como si fuese el último", razona Ari, quien, pese a sus palabras, no suelta el móvil en más de dos horas de conversación a la espera, quizá, de la llamada, la única llamada, la gran llamada.