En 1980, España era un país inmerso en una especie de trance agónico. Nada de lo que se había propuesto la transición política tras la muerte de Franco parecía funcionar. El paro y la economía amenazaban el bienestar; el Estado de las autonomías, el famoso "café para todos", empezaba a dar muestras de lo indigesto que resultaría finalmente y emitía señales inquietantes de fractura nacional que preocupaban al Rey y llevaban el desasosiego a los espadones en los cuarteles. La clase política, más ocupada en el sectarismo y en sus luchas intestinas que en los verdaderos problemas del país, vivía contra el presidente del Gobierno, Adolfo Suárez.

En realidad, a Suárez lo atacaba de forma despiadada la oposición, lo repudiaban los suyos dentro de UCD, el Rey estaba harto de él y los militares no le perdonaban que los hubiese engañado con la legalización del Partido Comunista, aquel 9 de abril de 1977 que pasaría a la historia como el famoso Sábado Santo Rojo.

El terrorismo etarra asesinaba a dos o tres personas cada semana y mientras los políticos se dedicaban casi exclusivamente a expresar su "más enérgica condena" por los atentados, las hojas del calendario parecían dedicadas inexorablemente al día de difuntos. Para que se hagan una idea y de acuerdo con los datos manejados en "23-F, el Rey y su secreto", 1979 se cerraría con 247 asesinatos, 784 heridos y más de 600 atentados terroristas, mayormente obra de la ETA, entre ellos los 80 muertos y más de cien heridos del incendio del hotel Corona de Aragón. El año en que Suárez iniciaba su particular agonía, 1980, los muertos habían sido 132, los heridos 432; se produjeron 480 atentados y 200 explosiones y fueron detenidos 2.000 terroristas, casi todos ellos etarras.

Al Rey le salía humo por los oídos ante las quejas provenientes de los cuarteles, los partidos seguían enredados en sus broncas y Adolfo Suárez, el hombre que había sido elegido para encauzar la nueva senda democrática, se negaba a dimitir por muchas que fueran las presiones que soportaba. Había pasado en poco tiempo de ser la solución a ser el problema. Como escribe el propio Jesús Palacios, "de protagonista del consenso, el pacto constitucional y la concordia a artífice del desencanto". Y, por el enfrentamiento social latente, de la disensión.

Tras las elecciones de marzo de 1979, el Partido Socialista se había lanzado a una operación de acoso y derribo de Suárez que culminaría con la moción de censura de mayo de 1980 y de la que el presidente del Gobierno saldría definitivamente tocado. Con el enemigo fuera y dentro de casa, a Suárez, en otro tiempo un auténtico seductor, sólo le quedaba refugiarse en la Moncloa, a espaldas del Parlamento, rodeado de algunos leales. Lo suyo acabó convirtiéndose en un riesgo para la joven democracia española y, como recalca Palacios, en algo que para el Rey era personalmente todavía más serio: "la propia seguridad y estabilidad de la corona". Palacios rescata de las hemerotecas una frase del socialista Alfonso Guerra que, en cierto modo, describe la situación: "Suárez no soporta más democracia, ni la democracia soporta más a Suárez". El Presidente se había convertido ya en el centro de las conspiraciones de una España convulsa.

El divorcio entre Suárez y el Rey allanó el camino para las numerosas voces que desde dentro del propio sistema reclamaban un nuevo consenso para reconducir la Transición hacia nuevas vías democráticas. Palacios explica cómo la frase "España necesita un golpe de timón", del veterano político catalán Josep Tarradellas, sintetiza las aspiraciones, que consistían principalmente en corregir el proceso autonómico, reformar el título octavo de la Constitución, que define la organización territorial, y cambiar la ley Electoral, que primaba de forma antidemocrática y concedía un desmesurado protagonismo a los partidos nacionalistas vascos y catalanes.

Por lo demás, en la mente de todos estaba mostrar una mayor firmeza contra el terrorismo etarra. Salvo esto último, ni que decir tiene que el resto de los propósitos no llegaron a cumplirse –la reforma autonómica jamás se produjo y tampoco la de la ley Electoral– debido al fracaso del operativo que pondría en marcha el servicio de inteligencia CESID, bautizado como "operación De Gaulle". Los objetivos que se perseguían eran: evitar la tentación de un golpe de Estado dejando el poder en manos de un general con pleno respaldo de las fuerzas políticas democráticas. El hombre elegido era Alfonso Armada Comyn, preceptor y persona de la máxima confianza del Rey por su firme raíz monárquica.

El autor del libro deja claro que la llamada "operación De Gaulle" no fue redactada por una sugerencia externa de la casa, sino por una decisión interna de los propios servicios secretos, inspirada en lo que decían empresarios y políticos en defensa de la estabilidad democrática en las reuniones coordinadas por el periodista Luis María Anson en los locales de la agencia de noticias "Efe".

El Rey, según Palacios, no sólo tenía conocimiento de lo que se estaba cociendo sino que estuvo absolutamente involucrado en la operación. "Ya fuera motu proprio o por dejar hacer". La frase que repetiría a lo largo de 1980 y en las semanas que precedieron al 23 de febrero de 1981, cuando se hablaba de la "operación De Gaulle" y que el autor del ensayo le atribuye es: "¡A mí, dádmelo hecho!".

Sin embargo, ¿en qué consistía todo aquello? En la memoria redactada, el CESID sostenía que si la transición política tomase una deriva peligrosa para la corona y la democracia, se debería aplicar el modelo de la IV República francesa para elegir al general De Gaulle jefe de Gobierno y así evitar la guerra civil a causa de la independencia de Argelia. En aquel caso, se creó el riesgo de una involución extrema para que los diputados, antes de claudicar frente a un golpe de Estado, votasen un Gobierno de salvación nacional presidido por un militar de prestigio.

En la primavera de 1958 en que el general Massu amenazó con tomar París con sus paracaidistas, De Gaulle aguardó en silencio en Colombey-les-Deux-Églises, junto a sus partidarios Michel Debré, Jacques Soustelle y Jacques Chaban-Delmas, hasta que el presidente René Coty decidió que había que concederle plenos poderes y convertirlo en primer ministro. El elegido pidió una votación y consiguió el respaldo democrático. La conspiración gaullista no buscaba tomar el poder por la fuerza, sino servirse del miedo y el caos para lograr que el general fuese llamado y aclamado como salvador de la patria. Tal como sostuvo él mismo: "El poder no hay que tomarlo, basta con recogerlo".

Pero para ello, aquí, como en Francia, hubo antes que tensar la cuerda. Prácticamente todos: partidos, empresarios, el Ejército y la Zarzuela estuvieron de acuerdo. José Luis Cortina, jefe de los grupos operativos del servicio de inteligencia, puso en marcha la operación de la que estaban al tanto las cancillerías de Estados Unidos y del Vaticano, según se recalca en el libro de Jesús Palacios.

Si todos estaban de acuerdo en que Armada presidiese un Gobierno de salvación compuesto por políticos y militares, en el que Felipe González, secretario del PSOE y jefe de la oposición, ocupase la Vicepresidencia, ¿qué fue lo que falló? Palacios certifica que todo se fue al garete porque uno de los protagonistas, el teniente coronel Tejero, que dirigió el tristemente célebre asalto al Congreso, se echó para atrás en el momento decisivo negándose a aceptar la presencia de políticos en el Gobierno de salvación nacional e insistiendo en que él estaba allí para allanarle el camino a una junta militar comandada por Jaime Milans del Bosch.

Al contrario de lo que hizo Massu, plegándose a De Gaulle, aquel guardia civil de aspecto grotesco no obedeció a Armada. Ni siquiera el propio Milans fue capaz de convencerlo por teléfono de que debía deponer su actitud y obedecer las órdenes superiores. Pensó que estaba allí para otra cosa, bien porque no se le informó convenientemente de cuál era su misión, bien porque la quiso entender a su manera.

El Rey, al que hasta entonces le habían asaltado muchos temores que, como se cuenta en el libro, se vio obligado a atajar su fiel secretario, el asturiano Sabino Fernández Campo, decidió entonces desmontar la operación transmitiendo a los españoles el mensaje de unidad democrática que ya conocen. Fernández Campo actuó de manera decisiva aquella noche impidiendo, con el fin de evitar riesgos y en contra de todas las opiniones, incluida la del propio don Juan Carlos, que Armada acudiese, como estaba previsto, a la Zarzuela. Al final quedó claro una vez más que el militar prudente y sabio había acertado. El desenlace de aquel día que mantuvo en vilo a los españoles ya lo conocen y para entrar en los grandes y pequeños detalles les recomiendo leer el libro.

Querella

Jesús Palacios ya había publicado hace diez años "23-F: el golpe del CESID" que, a juicio de los analistas, aportaba interesantes contribuciones para esclarecer este episodio de la historia de España. Entonces, Javier Calderón, en aquel momento director general del servicio de inteligencia, presentó una querella contra él por el papel que se le otorgaba en los hechos. La querella se resolvió con todos los pronunciamientos favorables al autor de libro, que hasta hoy ha seguido armando las piezas de un puzle al que periodistas, escritores y militares se han acercado durante todos estos años: Pardo Zancada, Oneto, Carcedo y De la Cierva, entre otros, y últimamente Javier Cercas con su magnífica crónica "Anatomía de un instante". Pero, probablemente, de todos, el que con mayor claridad se aproxima al secreto del 23-F es Palacios, que logra, a la vez, relacionar los problemas de entonces con la realidad actual, el conflicto autonómico y los riesgos de fractura de España, que han ido a más y que en aquellos días se quería cortar de raíz.

Así, de esa manera, logra establecer un curioso paralelismo histórico entre las figuras de Adolfo Suárez y José Luis Rodríguez Zapatero.