Las necrológicas están siempre tentadas por el ditirambo. Hoy le pondrán laureles a la estatua de Sabino Fernández Campo en el Campo San Francisco, y habrá pompa, rezo y gala, como ayer le acolcharon un ataúd de elogios, que es lo que mejor les sienta a los difuntos: la sombra vigilante que tuteló al Rey antigolpista, la recurrente sentencia afortunada del "no está, ni se le espera", el hombre que alfombró el camino a los premios "Príncipe" y quien tan bien supo comprender y admirar a la Reina. Cualquier político en ejercicio sabe de carrerilla el catecismo: la figura angular de la democracia, pilar para la aceptación social de la monarquía, asturiano ejerciente con ironía acreditada. Eso, con un par de etcéteras propios, para diferenciarse, y está salvada la valoración.

Fernández Campo fue todo lo anterior en mayor o menor medida, que no es cuestión de regatear atributos. Pero esa veta ya estará explotada hasta el hartazgo, y más en plena jornada de salvas. También fue un militar que siempre tuvo claro cuál era su bando. Durante la guerra y en las décadas que siguieron, hasta su protagonismo en la transición, el 23-F y los años posteriores: jamás abdicó de su ideología ni de sus principios conservadores, y los acomodó al pasó del tiempo con eficacia, sin caer en esos sonrojantes arrepentimientos sobrevenidos que tanto abundan. No es un asunto menor. Saber ejercer con convicción el papel que a uno le corresponde es una virtud infrecuente. Poco dado a la queja pública, Fernández Campo pisó bastantes callos y sufrió desaires en su vida, como cualquiera. Sobre la tierra, y menos en el frufrú cortesano, no gobiernan los ángeles. El mérito está en combinar con acierto la disciplina y la obediencia debida con un criterio propio. Y no es descabellado pensar que sin la impregnación militar tal equilibrio hubiera sido imposible.

Porque Fernández Campo también tragó sinsabores, y entra dentro de lo probable que más de una vez le defraudaran los miembros de la Familia Real. Tampoco hay que rasgarse las vestiduras: ocurre, y valga la broma fácil, en las mejores familias. Y ahí sobresale otro rasgo del general ovetense. Por su cargo y su estrecha vinculación a los Reyes durante tantos años, es presumible que supiera mucho. Los aficionados a las teorías conspiranoides siempre dudarán de lo ocurrido el 23-F y pondrán interrogantes a la versión de Fernández Campo. Pero también en este caso –y aunque, como es bastante probable, se limitase a relatar la verdad– desempeñó la labor que le correspondía, que incluía forzosamente la salvaguarda de don Juan Carlos.

Quienes estuvieron cerca de Fernández Campo, al igual que los que presumen de conocerle, suelen poner en su boca anécdotas y andanzas del Rey. A efectos prácticos, ninguna que no formase parte de las sospechosas habituales, todas muy borbónicas. En los últimos años, el general, anciano y altivo, se mordió menos la lengua, e hizo declaraciones (como las relacionadas con el Estatuto de Cataluña) en las que apelaba al protagonismo de la Corona que pudieron incomodar tanto en la Moncloa como en la Zarzuela, incluido el Príncipe Felipe. Y, aún así, pese a un picoteo quizá excesivo de manifestaciones, nunca desbarró con estrépito.

Porque para evaluar el silencio de alguien hay que tener en cuenta al menos tres cuestiones: cuánto sabía, cuánto contó y cuánto estuvo tentado –y también cuenta la tentación personal, no sólo la presión externa– de contar. También en este punto aparenta que Fernández Campo supo callar lo suficiente. Otro mérito innegable en los tiempos que corren.