La clave de la estrategia que los socialistas gallegos han puesto en marcha para aprovechar aquí las réplicas del terremoto que agita el PP no parece estar tanto en lo que hiciera en este lado de Pedrafita Pablo Crespo, –el hombre de confianza de Francisco Correa– hace diez años, sino en lo que era entonces. Y es que una década atrás Pablo Crespo era secretario de Organización del partido que gobernaba la Xunta, casi dos tercios de los ayuntamientos del país y sus cuatro diputaciones. O sea, que era el número tres de la máquina más poderosa que nunca conoció la democracia en Galicia. Y por tanto, siguiendo los modelos de otras automías, su poder sólo estaba limitado por arriba, a donde llegaba hasta el del "dos" y del "uno"; hacia abajo no constaba frontera.

Ocurría, sin embargo, que Galicia, en términos políticos se parecía poco a las demás autonomías, con la excepción quizá de la Cataluña de Jordi Pujol. Al igual que allí, aquí la Presidencia la ocupaba alguien que, como Manuel Fraga, tenía de su mandato una idea de misión casi sagrada que, por ello, convertía a la Comunidad en una especie de monarquía sin rey. Refrendado por las urnas desde el exterior, sin duda, pero convertido en el interior en apenas discutible, el poder no era compartido por los demás sino delegado y, en consecuencia, susceptible de retirarse en cualquier momento. Y, por lo tanto, limitado por consultas permanentes y supervisiones continuas: del rey abajo –sobre todo en las tres primeras legislaturas del fraguismo– ninguno podía sentirse seguro en su sillón.

Eso hacía distinto el esquema de poder en Galicia, pero a la vez situaba a Pablo Crespo en un terreno al que estaba acostumbrado y desde el que construyó su meteórica carrera política: la zona de sombra en el entorno directo de los grandes árboles del Partido Popular de entonces: Manuel Fraga y José Cuiña. Y no se podrá escribir, ni relatar, y probablemente tampoco investigar histórica y socialmente aquella época sin tener en cuenta quiénes eran aquí y quiénes estaban.

Pablo Crespo Sabarís no era, en absoluto, un advenedizo. Es más, su presencia y ascensión en aquel "PP de Pepe" estuvo -cuidadosamente programada por el hábil e inteligente Cuiña Crespo. Porque el que fue alcalde de Lalín, presidente de la Diputación y conselleiro de Política Territorial, y mano derecha de Manuel Fraga,sabía que su incipiente carrera dependía –en aquella estructura compleja de una derecha gallega recién bajada del monte– de otro personaje casi legendario: Pío Cabanillas Gallas, que dominaba el tempus exacto de las operaciones. Y, curiosa pero no casualmente, el "hombre de Pío" era, aquí, Manuel Crespo Alfaya, padre de Pablo y hombre muy respetado en amplios círculos de Galicia.

Inicia pues su carrera pública Pablo Crespo a la sombra de su padre y desde la penumbra obligada de quienes apoyan a los que quieren ser primero primus inter pares y, después, líderes indiscutidos. Era entonces cargo intermedio en una entidad financiera del norte de Galicia pero operando en el sur, y durante unos años compagina su carrera laboral en Pontevedra y Vilagarcía, por ejemplo, con el aprendizaje de un oficio diferente, que es el de lugarteniente y, en cierto modo, guardaespaldas de alguien que quiere llegar a ser presidente de Galicia. Y tiene ya entonces muy claro que los más cercanos al liderato son, a la vez, quienes han de sacrificarse y renunciar a sus propias ambiciones públicas en favor de las de sus jefes. Es decir, que son prescindibles aunque no lo parezcan.

Y lo demostró, conste: diputado autonómico por Pontevedra, renunció primero a su acta para facilitar los planes del Partido Popular en políticas de alianzas externas y, después, a ser incluído en candidaturas para posibilitar las ententes internas entre los "señores de la guerra" del PPdeG. Incluso, en episodio ya contado en FARO, fue ariete en una operación para descabalgar a los grandes adversarios de José Cuiña, los entonces ministros José Manuel Romay y Mariano Rajoy, enviándolo, en el congreso de A Estrada, al ya famoso poleiro, un lugar en el que era público y notorio su alejamiento de los centros de poder.

Fue aquella una de las pocas, quizá la única vez en la que Pablo Crespo Sabarís abandonó la discreción, el terreno de las sombras, para erigirse en protagonista. Y lo pagó caro: la indignación de los dos ministros marcó el cénit del poder del conselleiro de Política Territorial pero también el inicio de su larga caída, provocada con esmero por quienes, desde la dirección del PP en Madrid y sus colaboradores gallegos, sabían que Cuiña no era una presa fácil, tenía influencia acumulada y, por tanto, podía revolverse.

Pablo Crespo, no. Su poder era el de su jefe, y cuando éste hubo de pagar su supervivencia en cabezas, la de su colaborador cayó con cierto estrépito. Fue a partir de su cese, con Jesus Palmóu como secretario general del partido, cuando comenzaron a oirse rumores, atribuídos a la circunstancia política de la caída, que propicia vendettas con razón o sin ella y que envuelven la salida del poder, más que en paños calientes, en trapos sucios. Pero hay algo cierto: Crespo Sabarís es, desde entonces, declarado enemigo del apparat que le sustituye y, ya en la actividadad privada que ahora le tiene en la cárcel, llega a advertir públicamente con los tribunales a la dirección del PPdeG por impago de facturas. Publicado está, y no desmentido.

Eso es, en síntesis apresurada, la historia de lo q ue fue y de lo que se supo públicamente. Ahora puede que se sepa más de lo que hubo y de lo que fue: la investigación judicial en curso, y la sorprendente fluidez de unos datos que en teoría, y en interés de la Justicia, debieran ser parte del secreto del sumario hasta que se decida su levantamiento, pueden provocar sorpresas. Lo que es seguro es que, debidamente manejados, causarán escándalo, y acaso aporten luz sobre otra paradoja: algunos de los nombres que ahora se vinculan a operaciones con Correa, Pérez "el Bigotes" y demás, fueron, en los últimos años públicos de Pablo Crespo –incluída su presencia en el Consejo de Portos de Galicia, por decisión de Alberto Núñez–, sus enemigos.

Lo que sea, judicialmente hablando, sonará pero a día de hoy no son pocos los que recuerdan el viejo dicho clásico según el cual los dioses, cuando quieren perder a los mortales, los ciegan primero y los enloquecen después. Y en ese sentido hay quien estima que el ocaso de un hombre que fue mucho a la sombra del poder se inició precisamente cuando abandonó la sombra y un fulgor dorado le nubló la vista. Otros, que entienden ingenua esa descripción, niegan la mayor y hablan de operaciones muy calculadas para, desde casi el primer momento, aprovechar la situación en propio beneficio o el de unos cuantos.

Queda dicho: lo que sea, sonará. Sólo falta que el estruendo permita entender qué diablos paso de verdad.