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Resultado elecciones en Galicia 2016

Feijóo aporta un alivio a Rajoy

La reelección del presidente de la Xunta abre a medias la posibilidad de un desatasco en España que, al decir incluso de no pocos dirigentes de la Unión Europea, corre peligro si el atasco para formar Gobierno termina resolviéndose con una alianza entre el PSOE de Pedro Sánchez y Podemos con Pablo Iglesias

Feijóo saluda a los militantes ayer tras su victoria. // Óscar Corral

La verdad es que, a pesar de los antecedentes, es difícil hablar de sorpresa en la mayoría absoluta del PPdeG. Todas las encuestas -todas, sí- lo habían indicado, con la sola diferencia de que para unas sería una ventaja holgada y para otras corta, pero suficiente. Y a la hora en que se escribe este crónica, en la que obligatoriamente quedan flecos por determinar y matices por desarrollar, la impresión general es que la mayoría absoluta de los electores gallegos optó por la seguridad y la estabilidad de lo conocido antes que por la aventura por conocer. Está claro que, en opinión personal, el triunfo del presidente Feijóo no significa un cheque en blanco de sus co Ciudadanos y que los niveles de voto, aun siendo como son una clara victoria, ni aplauden los errores que sin duda esta Xunta cometió ni sacralizan sus aciertos: más bien la interpretación ha de ser que, como diría Pero Grullo, más gente confía en lo que hay que en lo que podría estar por venir.

Y alguien puede, legítimamente, preguntarse por qué, cuáles han sido las razones por las cuales una batalla planteada como "todos contra Feijóo" se ha resuelto con la evidencia de que ese "todos" no eran tantos y el teórico solitario estaba más acompañado y arropado que ninguno. La respuesta es a la vez sencilla y complicada, como lo es internarse en el sentimiento de los electores. Pero al menos a primera vista, con los resultados aún calientes en los ordenadores, resulta obvio que la victoria se ha debido, aparte de lo dicho, a la confianza y la credibilidad que inspira el presidente, a una campaña bien planteada, aunque haya molestado a no pocos militantes o simpatizantes históricos del PP que, a pesar de eso, "votaron Feijóo" antes que a sus siglas porque, francamente, había en ellas como una especie de maldición pecaminosa que, debidamente explotada por la izquierda, e incluso por los llamados centristas, y apoyada por firmes aliados mediáticos -especialmente audiovisuales-- pareció una condena definitiva.

Pero el triunfo de Feijóo y "su" PPdeG no puede explicarse sin una referencia crítica a la campaña, y antes a la estrategia, de su oposición, que cometió un error definitivo al no darse cuenta de que la realidad que describían para maldecir a esta Xunta y sus ocho años de gestión era ficticia, alimentada con algunos datos falsos, unas afirmaciones fuera de contexto y, sobre todo, la obsesión de crear en Galicia lo que aquí parecía casi olvidado o al menos atemperado: dos países adversarios, casi enemigos, en los que la disyuntiva era que el triunfo de unos sólo se consideraría tal si implicaba la derrota y la expulsión fáctica de otros. Algo que desde que un actor argentino, que creció y ganó dinero con ayuda de sus aliados políticos, inventó la fórmula de crear un "cordón sanitario" en torno al Partido Popular. Y nadie advirtió, desde la izquierda, no sólo que en Galicia eso era prácticamente imposible, sino que sus gentes lo creían injusto.

Por eso ganó el PPdeG: porque Fejóo era mejor candidato que sus adversarios, tenía práctica de gobierno a un nivel que los otros desconocían y, en definitiva, porque su credibilidad era mayor. Y, a pesar de ser "la persona más insultada de Galicia", según dijo él mismo, sus paisanos le creyeron más que a los insultadores. Y, de nuevo, ratificaron que para ganar elecciones aquí hay que hacer las cosas, y planearlas, de otra manera.

Todo lo que precede es, como resulta obvio, la opinión personal de quien la firma. Que será compartida o no según el punto de vista de quienes la honren leyéndola. Pero no parece discutible afirmar, por ejemplo, que en el análisis explícito de las razones de la victoria del PP se incluyen los motivos por los cuales la multilateralidad no fue capaz de superarlo. Pero mero por la bisoñez de los candidatos opositores que, con la excepción de la nacionalista doña Ana Pontón, apostaron más por el ruido que por las nueces. La portavoz del BNG dijo todo lo que tenía que decir y lo dijo con los límites generales del cierto respeto que implica una campaña aunque, todo hay que decirlo, con algunos excesos dialécticos. Pero el modo general fue apreciado por quienes, hace quince días, no apostaban por ella más que como enterradora de unas siglas y ahora en cambio aparece al menos como la única persona que en estos años parece haber contenido la hemorragia que tanto daño le ha hecho al BNG.

Pero, aparte de determinar el vencedor, un asunto que salvo en las cifras definitivas nunca estuvo en duda, la gran cuestión en Galicia era quién ocuparía el segundo puesto. Que habría sido dato decisivo sin una mayoría absoluta y que, además, representaba en la teoría política de un estado de cosas desquiciado general, una posible llave para en frase del socialista catalán Iceta, hacer realidad el sueño de la izquierda española: "Por Dios, Pedro, resiste y líbranos de Rajoy y del PP". Y su Galicia era una condición real para que eso fuese así, el señor Leiceaga y el PSdeG se han visto condenados al "sorpasso" precisamente por dos elementos relativamente ajenos a los gallegos: Sánchez en primer lugar, e Iceta -y otros miembros de la guardia de corps del aún secretario general del PSOE- que provocaron con su actitud, sectaria y casi obscena, la derrota de sus colegas de este lado de Pedrafita, donde no gusta la exageración y menos aún que se apele a la divinidad en asuntos mundanos, y menos por los agnósticos. Hay algo demasiado raro en ello.

Quizá por eso el candidato Leiceaga, que hizo una campaña casi plana, sin insultar demasiado, críticas hasta cierto punto sensatas y sin explicar casi nada, dejó el protagonismo principal a alguien que no participaba aquí más que en busca de su salvación política, que era el señor Sánchez. Y eso se notó demasiado y perjudicó a don Xaquín Fernández Leiceaga al que ya se le conocía a nivel gallego poco, fuera de lo estrictamente político partidario, y eso es poco bagaje, atenazado además por la escasez de ideas aplicables para ser presidente aquí.

En Marea, que sigue siendo un extraño puzle, un partido instrumental con tanta variedad como contradicciones en su seno, probablemente agravadas en el futuro hasta el mismo borde de la fractura, sino del estallido, hizo lo contrario del PSdeG. Para empezar, no se trajo a los pesos pesados de Podemos para pasearlos como si fueran los que mandan, aunque manden -que es como muchos piensan- ni les cedió el protagonismo público en detrimento de los gallegos. Algo parecido a lo que hizo Feijóo con el PP, y le dio el resultado que le dio, victoria en las siete grandes ciudades y una paliza a En Marea segunda, y al PSOE hundido en las áreas urbanas. En todo caso, y aun así, Villares y su equipo no solo limitaban su ambición al "sorpasso", ya conseguido -porque el empate técnico lo significaría- sino que buscaba el liderazgo real de la izquierda gallega e incluso la Xunta. Aquello lo consiguió pero esto otro era demasiado caldo para una taza casi sin estrenar. Su candidato a la Presidencia criticó con fiereza, e incluso insultó en demasía, y por eso seguramente tuvo que contentarse con un sorpasso que viene a ser, más o menos, como un premio pero de consolación. Que en política también existen, pero que si producen algún fruto es a largo plazo, y eso si se sabe hacer la autocrítica y se actúa con modestia. Que, dicho sea de paso, son virtudes de Iglesias, el líder de Podemos.

Y después queda esa extraña criatura que se llama Ciudadanos y que apenas tiene que ver con Galicia más que las provocadoras afirmaciones de su líder, un catalán antinacionalista como Albert Rivera, acerca de la necesidad de que España no "malgaste" el poco peculio que le queda y dejando en el aire que el ahorro habría de empezar por precisamente por este antiguo Reino, su AVE y los proyectos pendientes. Lo dijo una vez hace tiempo, lo desmintió de modo confuso después y en estos días de campaña mantuvo la incógnita de cuáles serían sus propósitos en el caso de que hubiese tenido diputados decisivos en el Parlamento gallego. Su candidata, importada aprisa y corriendo, hizo lo que pudo en una tarea para la que fue destinada como antes las doncellas al martirio; abnegadamente y esperando la ayuda divina. Pero esa ayuda, la verdad, casi nunca llega por la vía de la política, y ese es un axioma que doña Cristina Losada conoce perfectamente.

En fin, que lo que todo el mundo suponía que iba a pasar -desde el PP hasta En Marea- pasó. Ahora queda, además de aquello tan habitual de que aquí nadie ha perdido porque todo el mundo se compara con la época de Chindasvinto y el futuro es impredecible, habrá que ver qué sucede en Galicia a partir de ahora y, por supuesto, quién dimite, si es que dimite alguien. Y para determinar, si Galicia tenía y tiene tanta importancia electoral en el resto de España como muchos han venido declarando antes de conocerse los resultados. Probablemente apenas ocurrirá algo digno de mención, aparte de las peticiones de dimisión dichas y, por ventura para muchos y desgracia para otros, no serán atendidas quizá con alguna honrosa excepción. Al fin y al cabo, Pedro Sánchez, por ejemplo, el socialdemócrata que habla ya como Largo Caballero -"el Lenin español", dijeron entonces los comunistas para adularle-, ya ha demostrado que en su particular concepto de la democracia, ganar o perder no tiene apenas importancia, y menos aún si se cuenta con algunos simpatizantes incondicionales dispuestos a hacer la "yihad" dialéctica con tal de que el ruido impida pensar con calma y razonar con sentido común, y sobre todo con sentido "de lo común", a todos los demás.

Eso es lo que hay desde ayer. Pero que nadie se haga ilusiones: más allá del Padornelo, quizá no sirva.

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