2016 será inolvidable para Alberto Núñez Feijóo. El futuro presidente de la Xunta está viviendo experiencias hasta ahora inéditas en su dilatada trayectoria política y personal. El corazón calculador y distante -algunos le afean hasta arrogancia- que casi todo el mundo ve en él se ha conmovido y agitado como nunca. Aunque no lo haya reconocido, Alberto Núñez Feijóo ha llorado este año. Y no poco. De profundo dolor y de dichosa e inesperada felicidad. El fallecimiento de su padre Saturnino el pasado julio y el anuncio de su próxima paternidad -su pareja Eva Cárdenas, ejecutiva de Inditex de 51 años, divorciada y madre de un chica de 18, dará a luz en febrero- son los dos extremos de un año irrepetible. En medio -en otra dimensión, pero para todo político que se precie de formidable relevancia- su tercera victoria por mayoría absoluta en Galicia. En tiempos en el que bipartidismo parece un modelo periclitado y los gobiernos en solitario una quimera, la victoria del líder del PP gallego adquiere la consideración de proeza. Feijóo ha ganado tres elecciones y en este tiempo se ha llevado por delante a una decena de rivales. Sus triunfos han sido tan contundentes que ha significado la prejubilación política de la mayoría de ellos. Pero para llegar hasta este punto ha pasado por un complicado proceso personal en el que han convivido dudas, certezas y necesidad de cambio. Porque un tipo listo como él entendió rápido que para volver a ganar ya no valían las mismas armas. Sus adversarios eran diferentes y, lo que es más importante, los gallegos también.

| Las dudas. El año arrancó con incertidumbre. Esfumada toda posibilidad de relevar a Mariano Rajoy como cartel electoral -el Partido Popular había salido airoso de la contienda de diciembre y todavía le iría mejor en junio- y con el calendario nacional en su contra, el presidente de la Xunta se planteó seriamente si sería inteligente, sensato -adjetivos que apelan al análisis y no al dictado del corazón- prolongar su actividad política y en consecuencia, pugnar por revalidar el Gobierno gallego o poner punto y final a su trayectoria pública y emprender otra senda en el ámbito privado. Superados los 50 años y con el techo político cerrado a cal y canto por la pesada losa rajoiniana, ¿qué hacer?

Lo cierto es que el viento político tampoco parecía soplar de cola. El PP estaba tocado, pese la victoria con minúsculas de Rajoy; los escándalos de corrupción sacudían a su partido a diario; ocho años en San Caetano tenían su desgaste y en su cabeza -necesitada de retos y alicientes- bullía la sensación de ciclo completado y misión cumplida. Además la oposición política en aquel momento -en especial las Mareas con los sedicentes alcaldes del cambio como estandartes- parecía gozar de una notable musculatura. Vista la situación con frialdad -como le gusta a él- podría ser un momento oportuno para virar el rumbo. Sería un adiós con la vitola inmaculada de vencedor. Con un historial intachable. Además ofertas de trabajo, como él mismo propaló, no le faltaban, así que la tentación del adiós era fuerte. Muy fuerte. Pero no lo suficiente.

| La decisión. Aunque muchos en el PP, y fuera de él, dirán ahora -como esos analistas sesudos que explican con suficiencia al día siguiente lo que no supieron adelantar el día anterior- que Feijóo iba de farol, que con su actitud renuente sólo estaba elevando el precio de su continuidad, dejarse querer, la verdad es que no pocos próceres populares empezaron a ponerse nerviosos ante el contumaz silencio del gallego. Hasta que un día, disipadas sus dudas y quizá temores, dijo sí, quiero. A partir de ese momento, en Génova -también Mariano Rajoy con el que no mantiene precisamente una relación fraternal- y en el PP gallego se respiró tranquilo. Y se puso la maquinaria electoral a trabajar a tope. A destajo.

Feijóo, quien pese a estar rodeado siempre de una legión de conmilitones y aduladores, es de pocos amigos y muchos menos confidentes, decidió que ya que era él quien se la jugaba, toda la campaña giraría en torno a su persona. Él como rey sol, como epicentro, como único protagonista. Así que Rajoy, si deseaba venir a su tierra a mitinear, que lo hiciese por los pueblos y de pasada, siempre en una caravana alternativa. Fotos juntos, las imprescindibles. Y el logo del PP, lo necesario. Esto iba de Galicia. De Feijóo contra todos. El presidente aquí era él. Los paracaidistas de la calle Génova, simples palmeros o incómodos figurantes.

| El cambio. Pero 2016 no se parece en nada a 2009, cuando conquistó su primera Xunta tras desbancar a Xosé Manuel Barreiro, el candidato favorito de la boina. Entonces jugó a su favor la frustrante experiencia del bipartito, con dos políticos, el socialista Emilio Pérez Touriño y el nacionalista Anxo Quintana, a la gresca. Un ejecutivo partido por egos y vanidades. Que levantó enormes expectativas y se hundió por su decepcionante gestión. Fueron fundamentalmente los errores del bipartito los que permitieron que Feijóo, con imagen de gestor eficaz y diligente -tras su notable legado como máximo responsable del Insalud o Correos y su labor sin estridencias como conselleiro de Obras Públicas y vicepresidente de la Xunta- obtuviese, contra pronóstico, 38 diputados y la mayoría absoluta. El heredero de Fraga tenía cuajo y también baraka.

2016 tampoco tiene nada que ver con 2012. Cuatro años de gestión, sin grandes éxitos pero sin clamorosos fracasos; con el viento de cola de la aplastante victoria de Rajoy en 2011 y la oposición autonómica fracturada y en busca de algún líder solvente -aún están en ello-, el jefe del PP gallego se fue hasta los 41 representantes. Este triunfo le convirtió en uno de los barones más influyentes, proyectó su imagen nacional y, aunque nunca lo dirá, y le erigió en una amenaza para Rajoy.

Si en política todo puede cambiar en 24 horas, imagínense en cuatro años. Los estragos de la crisis y las consecuencias de una lacerante e inagotable corrupción formaron un cóctel explosivo para los populares. Con este caldo de cultivo, Feijóo ya no podía vender solo su imagen de gestor eficaz y austero, ni siquiera su idea fetiche de estabilidad. El mensaje era demasiado frío. Éstos ya no son tiempos de gomina -que eliminó también por consejo de su peluquera cuando le advirtió de su alarmante pérdida de pelo- ni de corbatas. Había que bajar a la calle, mirar a los votantes a la cara, y comerse algún que otro sapo. El candidato, que siempre se ha sentido más cómodo entre gente letrada y urbanita, entre empresarios de éxito y profesionales liberales, tuvo que cambiar. Se apeó de su poltrona y colocó un banco en la calle para escuchar la voz de los gallegos. Había que humanizarse. Acercarse a los votantes. Más allá del efecto estético, en el fondo latía una preocupación real.

El anuncio de su próxima paternidad contribuyó, lo buscase intencionadamente o no, a ese fin. Su frase "Galicia es el mejor lugar del mundo para tener niños" ha cobrado un nuevo sentido. En un país de viejos, con una tasa de natalidad por los suelos, él aportaba su propio grano de arena para atajar un mal endémico. Además, remedando el Balbino de Xosé Neira Vilas, recuperó su pobre niñez de aldea y regresó a Os Peares. En el recóndito pueblo ourensano se dio un baño de ruralidad. Como si tratase de un nuevo bautizo, de un renacido, Albertiño se rodeó de paisanos emocionados, recordó su origen humilde, sus penurias, rindió tributo a su abuela Eladia, bebió vino de casa... Solo le faltó ordeñar una vaca.

Es verdad que las peleas intestinas de sus rivales En Marea decidió en el tiempo de descuento su candidato tras fajarse con Podemos por colocar a su favorito; y el PSOE apostó por alguien que no quería casi la mitad de sus militantes; y resueltas (hasta hoy) sus diferencias en realidad optaron por perfectos desconocidos para muchos gallegos, o sea...- le ha prestado una inestimable ayuda; y también que el lío nacional, con el bloqueo de las instituciones por los egoísmos, las tácticas cortoplacistas o el descarnado afán de superviviencia de los líderes nacionales también le han beneficiado. Los gallegos, está visto, no quieren más parálisis ni reproches, ni pugnas ni gatillazos en sesiones de investiduras. Quieren un gobierno al que exigir, criticar o apoyar.

Alberto Núñez Feijóo, el otrora eficaz gestor medio pijo, el hoy niño de aldea, -o quizá ninguna de las dos cosas- el futuro padre, el político ambicioso que nunca pierde de vista Madrid, ha superado el envite. Y con matrícula. El triunfo mantiene impoluto su crédito. Con el trabajo hecho, queda por ver si cumplirá su palabra de permanecer en Galicia hasta 2020. O si, como se decía antes, por exigencias del guión dará el salto a la capital, en donde algunos le aguardan como la gran esperanza blanca y otros con recelo. Pero de momento todos en Génova le aplaudirán. Al menos un ratito.