La casualidad se dio un paseo por el número 22 de la avenida Gran Vía de Vigo. Allí, una peluquería ocupa desde 2011 el espacio con el que Figueiral se llevó los ojos de los vecinos de la ciudad durante los 40 años anteriores. Fue una de las primeras empresas en importar desde Italia los productos de gama alta para cocinas y baños que vendía y usaba para sus estudios integrales de decoración, siempre espectaculares desde los escaparates del establecimiento vigués y los otros tres que tenía en Ourense, A Coruña y Lugo. Los nuevos dueños del bajo conservan el imponente mármol negro que recubre la fachada y, a la entrada, una pérgola de cerámica setentera, de esas que ya no se fabrican. Sí, la casualidad quiso que, aunque con otro tipo de clientes, ese rincón de la ciudad heredara la tarea de poner bonita la vida desde que la crisis hirió a Figueiral y no pudo aguantar más.

"Nunca creí que viviría este final porque nunca pensé en trabajar en una de las tiendas que teníamos en Galicia", cuenta María Figueiral, una de las hijas de los fundadores de la empresa, en Cartas de Ajuste, el libro autoeditado en Universo de Letras con el que esta periodista desenamorada de la profesión pone orden a la larga y tortuosa agonía sufrida desde que ella misma colgó el cartel de "se vende. "No busco revancha, pero sí que se conozca que el cierre de un negocio familiar supone decir adiós a una manera de entender el trabajo y la vida. Cientos de empresas pequeñas han cerrado en los últimos años, sin hacer ruido, y sin que en apariencia importara demasiado. Me cuesta entender esa falta de empatía o interés. Los que estuvimos detrás del cartel también sufrimos la crisis", cuenta a FARO.

María tiene razón. Las estadísticas de la doble recesión son tan mareantes que acabaron engulléndose las difíciles historias de sus protagonistas. Se habló poco o nada de ellos. Ocurrió con los desahucios, con el paro y con los concursos de acreedores. Figueiral fue uno de los casi 76.000 que se presentaron en España en la última década. Más de uno cada día en Galicia, según los datos recogidos por el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), donde entre 2007 y 2017 se disolvieron 14.800 sociedades.

Antonio y María Celia, los padres de María, fundaron Figueiral a principios de los años 70 con la ayuda de Modesto, el abuelo materno. No se dio cuenta de lo mucho que se identificaba con el negocio hasta que empezó a trabajar en uno de los establecimientos. "No era consciente de que formaba parte de mí desde siempre porque lo viví desde niña", relata. Figueiral son sus padres. No puede separar lo uno de lo otro. Amontona recuerdos de infancia jugando en las tiendas, en el enorme almacén de Ourense."Siempre me inculcaron el gusto por lo bien hecho, el esfuerzo y una mentalidad muy proactiva -recuerda-, que ahora llaman emprendimiento, pero que en mi casa siempre existió".

Con todo eso tuvo que lidiar cuando la mañana del 7 de marzo de 2011 no quedó otra opción que colgar el cartel de venta en la tienda. Le costó. El rótulo se resistía a quedar derecho. Como si quisiera susurrarle a María todo lo que iba a venir después.

Sin medias tintas, María habla en Cartas de Ajuste de los agravantes que precipitaron la caída del negocio familiar, arrastrado, como toda la construcción, por el pinchazo de la burbuja del ladrillo. Uno de sus hermanos, el que asumió el timón tras el fallecimiento prematuro del padre y el primero que abandonó el barco cuando fue a la deriva, apostó por alimentar la empresa con deuda. Demasiado riesgo cuando luego la banca, con sus propios problemas, decidió cerrar el grifo de la financiación. Figueiral se quedó seca, sin opciones. "Y aquí entra en juego, de nuevo, la estrecha relación entre negocio y familia, que creo que en este aspecto no ayudó -reconoce-. Este nexo llevó a apostar todo por el negocio, lo que sin duda ahora veo como un error. Figueiral éramos nosotros, pero no debió de estar por encima de nosotros".

Llegaron los enfados. Los miedos. La vecina preocupada por si en el local acaban poniendo un bazar chino; los antiguos clientes que intentaron colar el arreglo de un desgaste por el uso en una cocina antes del cierre; los bancos que se saltan la suspensión de pagos y persiguen incansablemente a la madre, a María Celia, frente a frente con el cobrador del frac... Las cartas de María son una colmena con los retratos del oportunismo, pero también de la gente buena, como el trabajador de toda la vida que corre a comprar un cupón de la ONCE para regalárselo a María cuando se entera de que tienen que bajar la persiana; o la ayuda del tío Modesto tras varios años de distanciamiento. Un reparto de secundarios en el que sobresale el primer administrador concursal, cesado después de que la nave de Ourense, el gran activo de la empresa y la esperanza del concurso, fuera asaltado y luego abierto a una empresa de ferralla que arrasó hasta con la instalación eléctrica.

"El concurso que me tocó vivir fue doloroso, duro e injusto", lamenta. El sistema ordena la destrucción, "pero no crea nada". "A uno de los jueces lo apartaron por su negligente gestión, pero no tuvo que pagar por sus errores cuando nosotros sí que pagamos los nuestros. Este desequilibrio me sigue doliendo".

- ¿Hace falta fracasar para aprender?

-No, ¡qué va! Prefiero pensar que en la vida se puede avanzar sin sufrir, creo que pasarlo mal no te hace más fuerte o mejor, no. Cómo canalizas el dolor, tal vez sí, pero sufrir no te da puntos en la vida.

-En el libro queda claro que la dignidad puede ser más fuerte que la crisis.

-Más que la mía, la de mi madre. En todos estos años ha sido un ejemplo de integridad y dignidad. Se ha adaptado a las circunstancias sin renunciar a sus principios y me ha demostrado que la crisis no arrasa con todo.

A su madre, dice María, pertenece realmente esta historia que consigue espantar la amargura del final con la memoria de todo el buen trabajo realizado durante años y personalizado en las miniaturas de sanitarios del viejo despacho de su padre, supervivientes de robo y que hoy decoran el alféizar de la ventana de su casa. Optimista, autocrítica y muy irónica, María está convencida de que se puede perder sin ser vencidos, "sin fracasar". "Tenemos un concepto de éxito muy reducido a los resultados -destaca-. Pero mi perder sería no haber intentado un final digno para la empresa, el no haber estado en este adiós doloroso, el no haber luchado".