El predominio de la economía financiera sobre la productiva ha contribuido a la desigualdad creciente (en récord, según algunas estimaciones, desde los años 30) y esta brecha está suponiendo un lastre para el crecimiento porque concentra riqueza en aquellos niveles de renta que, por su mayor capacidad económica, tienen una mayor propensión a dirigir al ahorro, en detrimento del consumo, los incrementos adicionales de ingresos y de patrimonio.

De este modo, el mercado de activos sigue retroalimentándose en detrimento de la economía real, lo que genera una divergencia creciente que pone contra las cuerdas a la política monetaria: la ofensiva de los bancos emisores no acaba de reactivar totalmente el consumo, la inversión productiva, el empleo y la inflación pero sí contribuye a cebar una peligrosa espiral de revalorización de activos financieros.

| Desglobalización. Los grandes crecimientos de la productividad previos a la crisis cabalgaron a lomos de la globalización. La expansión de los mercados impulsó la división internacional del trabajo, la especialización productiva, las cadenas de valor y el aprovechamiento de las ventajas competitivas. Con independencia de las actuales amenazas proteccionistas, el proceso de mundialización tiene límites físicos, por lo que las mejoras de productividad basadas en la ampliación de mercados han podido alcanzar fronteras a partir de las cuales ya no hay avances perceptibles en los rendimientos. La menor elasticidad observada entre PIB y comercio global podría denotar un reflujo por agotamiento material de las ventajas de la integración planetaria.

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| Deuda. La enorme expansión internacional de los decenios previos a la gran crisis (la "hiperinflación") se financió en buena medida con un elevadísimo endeudamiento empresarial, favorecido además porque la globalización y la liberalización del movimiento de capitales permitieron una masiva afluencia de ahorro de la periferia a las economías avanzadas. Esto determinó crédito barato y abundante, redujo los tipos de interés, y alentó que las clases trabajadoras también se endeudaran para mantener su estatus cuando la competencia global de la mano de obra redujo sus salarios. Todo esto generó burbujas crediticias, inmobiliarias y de deuda privada.

Cuanto todo estalló, los débitos privados se convirtieron en parte en públicos, y la deuda soberana aumentó para rescatar al sector privado. La deuda global sigue creciendo: equivale al 225% del PIB mundial, según el FMI. Dos tercios son deuda privada y el resto, pública.

La deuda es deflacionaria y lastra el crecimiento porque obliga a desviar recursos que se detraen de la inversión productiva para pagar intereses y amortizar débitos. Ese endeudamiento está a su vez ligado a un exceso de capacidad industrial, inmobiliaria y bancaria que ahora no tiene demanda suficiente, lo que hunde los precios, frena la inversión, aboca al cierre instalaciones y oficinas y reduce personal. Por consiguiente, no sólo la crisis sino también la actual atonía de la recuperación son consecuencia directa del modelo de crecimiento con alto endeudamiento que se acometió antes de 2008.

| Envejecimiento. La crisis redujo aún más la ya baja natalidad y esto agrava un envejecimiento demográfico que resta demanda, aumenta la propensión al ahorro, empeora la sostenibilidad de la deuda, debilita la productividad y tensiona las cuentas públicas y el sistema público de pensiones.