Las bolsas chinas han vuelto a estremecer al mundo esta semana, con pérdidas superiores a todo lo ganado en 2015, en una nueva muestra de la inmadurez de los mercados y de los vanos intentos del Gobierno de tenerlos bajo control. La primera semana del año ha vivido un pánico generalizado y dos desplomes que forzaron por primera vez al cierre prematuro de las bolsas, con pérdidas semanales de un 10% en Shanghái y la inestabilidad extendiéndose por los mercados de todo el mundo.

La nueva crisis china se explica en las medidas adoptadas en verano para estabilizar los desplomes de entonces, que parecen ahora un parche para atrasar lo inevitable (un brusco reequilibrio tras pinchar una burbuja de meses de especulación y un fuerte apalancamiento de los inversores). Los protagonistas son un mercado muy inmaduro por su estructura y poco sofisticado en sus normas, además de muy volátil, en el que tres cuartos de su actividad está en manos de 90 millones de inversores no profesionales que mueven sus ahorros en bolsa por la baja rentabilidad de la renta fija, junto a unas autoridades que intentan en vano controlarlos.

Las causas están en lo que ocurrió en 2015: se dejó crecer sin fin una burbuja bursátil que parecía sin fin, en la que se volcaban con entusiasmo estos inversores minoristas, muchos de ellos gente mayor acostumbrada a que el Gobierno resuelva los problemas que puedan surgir.