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La nueva reforma fiscal

El Gobierno pasa por alto el fraude

España invierte mucho menos que los países de su entorno en combatir la evasión tributaria, que ronda los 70.000 millones de euros al año, el equivalente al 20% de toda la recaudación

El Gobierno ha anunciado una rebaja del IRPF para 2015 y 2016 contra el criterio de las autoridades europeas, más preocupadas por el importante desequilibrio que siguen manteniendo las cuentas españolas que por la presión fiscal que soportan los ciudadanos o por las cuitas electorales de Rajoy. Con independencia de los impactos económicos que pueda tener la reforma tributaria -como estímulo para la recuperación o como hándicap para los exigentes objetivos de reequilibrio presupuestario-, el proyecto aprobado por el Consejo de Ministros tiene otra orientación política: el PP, que tantas veces ha pasado por alto su programa electoral desde la victoria de finales de 2011, intenta reconciliarse con su electorado, más tras los dos millones largos de votos perdidos en los comicios europeos.

Bajar el IRPF en todos los tramos de rentas, soslayar la subida del IVA que demanda Bruselas o suavizar el tipo nominal del impuesto de sociedades encaja con tales objetivos. Pero se echa de menos otra perspectiva de la cuestión: abordar los cambios legislativos y disponer los medios necesarios para combatir con más energía el fraude fiscal. La reforma conocida el viernes va poco más allá en este terreno de confirmar que en un plazo por ahora incierto se publicarán listas de morosos.

España destina a la lucha contra la evasión tributaria del orden de 1.400 millones al año y es probablemente la inversión más rentable del Estado. Por cada uno de esos euros, se ingresan siete u ocho, según una cuenta de los inspectores de Hacienda. Pero España, con una economía sumergida que, según todas las tentativas de medición, está muy por encima de la media europea, invierte mucho menos que otros en la investigación y persecución de los defraudadores: la tercera parte que Francia en términos de producto interior bruto (PIB), la mitad que Alemania y también menos que Italia o Reino Unido.

El Círculo de Empresarios ha estimado, en sintonía con otras aproximaciones recientes, que las arcas públicas españolas dejan de ingresar 70.000 millones de euros al año por el fraude. Es una cantidad que equivale al 20% de toda la recaudación (incluidos impuestos y cotizaciones sociales) y que, presumiblemente, no tiene en cuenta el reguero de dinero que se va por otra vía: la elusión fiscal por los agujeros "legales" que deja el sistema, sobre todo para quienes, como las grandes empresas y patrimonios, están en disposición de contratar los más sofisticados diseños de planificación tributaria para minimizar sus pagos, a menudo exportando beneficios a paraísos fiscales.

El tipo efectivo del impuesto de sociedades que abonan los grandes grupos empresariales, de apenas el 4%, cuando el nominal es del 30%, da cuenta del tamaño de ese boquete. Hay otros, como los estimulados por los mecanismos de tributación de profesionales y autónomos. Es más que una anomalía que, como media, quien tiene negocios declare por IRFP rendimientos que no llegan a la mitad de los que tienen los asalariados, los de la nómina que sí está estrictamente fiscalizada por Hacienda.

Encuestas y estudios académicos sugieren que hay un componente cultural en el tamaño del fraude fiscal que tienen España y otros países del sur de Europa. Pero también es una cuestión de reglas. La laxitud de algunas de ellas ha hecho calar la convicción de que el defraudador suele librarse. En España, el delito tributario, penado hasta con cinco años de cárcel, lo es a partir de 120.000 euros y prescribe pasado un lustro. En otros países ese límite está en 50.000 euros y las condenas, casos de Alemania y Francia, llegan a los diez años.

Y el diseño de la elusión es una profesión generosamente remunerada en un país donde alguna de las principales consultoras de ámbito internacional presume, para captar clientes, de tener en nómina a antiguos inspectores de Hacienda, expertos en los agujeros de un sistema que, según la opinión académica dominante, necesita más que maquillajes o rebajas tributarias para ser verdaderamente justo, favorecer el crecimiento y el empleo y asegurar los recursos que sostienen los servicios públicos.

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