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HISTORIAS IRREPETIBLES

Anquetil, un rey en busca de cariño

Se cumplen ahora 30 años de la muerte del ciclista normando que en 1965 sacrificó la temporada en busca de un reto imposible con el único objetivo de ganarse al fin a la afición francesa

Burdeos-París en 1965.

En 1965 Jacques Anquetil vivía instalado en una pequeña paradoja. Era un rey sin súbditos que se inclinasen a su paso. Sus piernas habían ganado cinco veces el Tour para convertirse en el corredor más grande de su tiempo, pero su país le negaba el cariño. Frío, distante, algo engreído, calculador sobre la bicicleta, el normando había perdido la batalla con Poulidor, el discreto campesino dueño de la mala suerte. Con él se habían ido los corazones de los franceses, que le adoraban y soñaban con que un día entrase en París vestido de amarillo. El origen humilde, en cambio, nunca le ayudó en esa batalla. Había sido pobre, pero no lo parecía. "Correrás solo mientras puedas traer dinero a casa" le había advertido su padre tras conocer sus intenciones de dedicarse al ciclismo. Su elegancia en la bicicleta, sus vicios, su afición por las bebidas caras, su extraña vida amorosa -que años después le llevaría a tener un hijo con su propia hijastra- o sus declaraciones siempre un punto arrogantes habían generado cierto rechazo en el gran público que buscaba razones para no quererle: "Ha ganado cinco Tour de Francia sin pasar un solo puerto en cabeza" era uno de los argumentos que le lanzaban a la cara para exigirle un tipo de ciclismo que él -resistente en la montaña, demoledor contra el reloj- no era capaz de dar.

Entonces Rafael Geminiani, su patrón, tuvo una idea. Correr la Dauphiné -el "pequeño Tour," que era como la llamaban los franceses- e inmediatamente disputar una clásica alocada que se corría desde finales del siglo XIX en Francia y que unía Burdeos y París a través de 557 kilómetros. Una brutalidad. El problema y la gracia del reto era que la Dauphiné acababa el 29 de mayo y la clásica interminable se disputaba el día 30. Solo planteárselo suponía un delirio. Pero Gemianiani y Anquetil pensaban que si los franceses no se rendían ante un desafío semejante nunca lo harían. Ya tenía más de treinta años, el tiempo se acababa y disponía de pocas oportunidades para ganarse ese cariño que ansiaba tanto como una victoria grande.

Se embarcó en la tarea de un modo pasional porque corrió la Dauphiné como si fuese una apisonadora. El cuarto día ya era líder, ganó dos etapas (incluída una disputada en unas condiciones terribles de viento y frío con final en Chamonix), abrumó en la última contrarreloj como hacía en la mayoría de carreras grandes y relegó a sus perseguidores a más de diez minutos de distancia. Un abismo. El 29 de mayo, fiel al plan diseñado, recogió el trofeo de ganador pasadas las cinco de la tarde. Concedió unos minutos a la prensa y a las siete de la tarde se subió a un avión con destino Burdeos. Iba con el tiempo justo porque la prueba arrancaba a las dos de la mañana. Con más de quinientos kilómetros por delante los organizadores se garantizaban así que los ciclistas llegasen a una hora decente a la meta en la capital francesa. Anquetil apenas tuvo tiempo de descansar, comió algo ligero, recibió un masaje tomó una copa de champán caro (bebida que ingería a diario) y se preparó para subirse de nuevo a la bicicleta. No se encontraba bien. En la línea de salida comenzó a sentir dolores estomacales que se multiplicaron en los primeros kilómetros de la prueba cuando los corredores corrían bajo las luces de los coches y las motos que les acompañan a través de esa larga noche que desembocaba en París. Llovía también. Pensó en bajarse de la bicicleta y buscar refugio en una cama caliente, pero su carácter y la excitación del reto le mantuvo en carrera. Estaba acostumbrado al sufrimiento extremo -pese a que él fue quien reconocería tiempo después que consumía anfetaminas y dijo públicamente aquello de que el Tour no se ganaba con cafés con leche- y poco a poco fue recuperando el orden en su cuerpo. Se mantuvo con los mejores desde el comienzo en una carrera de supervivencia. Formó un grupo con dos grandes como Tom Simpson y Jean Stablinski, pero a algo menos de doscientos kilómetros de París la carrera se le hizo imposible. Gemianini le vio bajarse de la bicicleta con la expresión de quien siente que el cuerpo ya no le pertenece. El director descendió rápido del coche y simplemente le dijo "eres como los demás". Aquello le reactivó por completo. No era justo el reproche. Los demás nunca se hubieran atrevido a hacer algo semejante solo para ganarse el terco corazón de sus paisanos. Herido en su orgullo regresó a la carrera y poco a poco fue encontrando un buen golpe de pedal con el que avanzar. Volvió a la altura de Simpson y Stablinski y ya no se separarían durante el tramo que llevaba hasta las pequeñas cotas que rodean París. Fue el momento de acabar con ellos. Un arreón sin respuesta, un sufrimiento final y la llegada en medio del clamor popular al Parque de los Príncipes donde la ciudad se arrodilló para rendirse ante él. Pasaban unos minutos de las cinco de la tarde. Había pasado más de quince horas en la bicicleta, sin apenas descanso tras ganar la Dauphiné. Era difícil de creerlo. A nadie le importó que ese año ya no estuviese en el Tour (había conquistado las cuatro ediciones anteriores) y que su carrera ya se limitase a ganar un par de clásicas y poco más. El reconocimiento que no habían conseguido las victorias en el Tour le llegaba ahora. Su carrera ya estaba completa.

Después de bajarse de la bicicleta en 1969 Anquetil, congraciado con el público, ya pudo dedicarse a cultivar sus tierras en la mansión que se compró en Normandía. Allí se recluyó con su harén particular. Una vida amorosa que incluía a la exmujer de un amigo suyo (Annie, con la que llevaba desde 1954), a la hija de ésta (Sophie, que sería la que le daría un hijo) y más tarde a Dominique, la mujer con la que se había casado su otro hijastro y que también le daría un vástago. Todas vivían con él al mismo tiempo. Un caso insólito del que en Francia se habló bastante poco en su momento y que seguramente hubiese supuesto un escándalo gigantesco.

Anquetil no tuvo demasiado tiempo para ver crecer a sus hijos. Iba a cumplir los 54 años cuando le detectaron un cáncer. Luchó como había hecho en las carreteras francesas, pero aquella no era una carrera que pudiese vencer. Poco antes de morir se despidió con un requiebro irónico de André Boucher, el hombre que dirigió su carrera en los primeros años, el que le enseñó casi todo lo que había que saber del ciclismo. "Te acuerdas André que te dije que nunca me iba a morir de un cáncer. Pues tenía razón?.tengo dos". Y se fue. Un 18 de noviembre de 1987.

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