A veces cruzo al otro lado y me entrevisto. Me pregunto sobre mi exitosa novela, que nunca he escrito, o cómo me siento ante ese partido crucial, que nunca jugaré. Lo hago mentalmente, aunque se me escapa un bisbiseo e incluso pongo caras. Por ejemplo, arqueo la ceja derecha cuando quiero alimentar la intriga antes de responder, aunque evidentemente conozco de antemano qué voy a decirme. Los vecinos sospechan que padezco algún tipo de demencia, sobre todo si me cazan vestido con el chándal de las mañanas; un híbrido de zombi y yonqui que arrastra a sus hijas de la mano hacia el colegio mientras sufre espasmos faciales y parece rezar algo demoniaco. Pueden dormir tranquilos. Mis voces nunca me han pedido que mate a nadie. Al menos, no de momento.

Todos fantaseamos con ser otro o siendo nosotros, con otra realidad. De niño tenemos la esperanza de convertirnos en aquello que imaginamos; de mayores nos sirve de refugio contra lo que somos. Veo a los niños en los parques, gritando los goles como Cristiano Ronaldo. Supongo que los callados están imitando a Messi. En general nos fascina el éxito, aunque de un tipo muy determinado, acumulativo: más goles, más títulos, más dinero.

Llevo días estremecido por las imágenes del adiós de Totti. Su amor por la Roma no le ha condenado a la pobreza ni le ha impedido la victoria. Pero eso no resta valor a sus renuncias. La codicia jamás se sacia. Al contrario, se retroalimenta. Totti habría sido sin duda Balón de Oro y habría reinado en Europa si hubiera aceptado aquella oferta de Florentino Pérez. Y tantas otras que han debido llegarle durante estos 25 años como profesional. Cien Champions no le habrían sabido mejor que el Scudetto que ganó la Roma. Ha crecido en casa, de Pupone a Capitano. Aquel chiquillo de cuya escasez intelectual se recopilaban libros de chistes se despidió de los aficionados con una carta hermosa. Si otro se la escribió, al menos él ha sabido leerla, que es igual de importante.

Los aficionados lloraban a Totti como en un funeral. Pudiera parecer exagerado. Uno joven lo explicaba bien: Totti siempre ha estado ahí, en el alumbramiento de su memoria, como una especie de espectador permanente o miliario en el camino. Este chico era capaz de vincular cada momento importante, como el primer beso, a algún tipo de acontecimiento en el equipo. La retirada de un ídolo nos recuerda nuestra mortalidad. Los romanistas han envejecido de golpe un cuarto de siglo. Lloran a Totti porque se lloran a sí mismos. Él mismo lo resumía: "Maldito tiempo".

La fidelidad de Totti a la Roma convierte la pasión de su hinchada en algo genuino, puro, que trasciende la admiración. Él ha obtenido su recompensa. No solo como leyenda. La intensidad de esa devoción irá mitigándose con el tiempo. Un día se cruzará con alguien que no lo reconocerá. El teléfono ya no sonará tanto. Esos instantes en el Olímpico, sin embargo, le pertenecen para siempre. Cerrará los ojos y volverá a estar allí, con las gradas cantándole. Hay segundos que justifican toda una existencia. ¿Cuántos coches deportivos, yates y relojes de oro cambiaríamos, asomados a nuestro último estertor, por sentir lo mismo que Totti aquella tarde?

Así que echando cuentas, en realidad ningún astro mundial ha tenido tanto éxito como Totti. Los parques debieran llenarse de niños imitándolo. Uno al menos que en el reparto de papeles chillase: "Me pido a Totti". Todavía puede comportarse como él: en el fútbol, en la amistad, en el trabajo, en la vida. Es más fácil fingirse Totti que serlo. Yo me fui de mi anterior trabajo con lágrimas en los ojos. Dejaba atrás a gente que consideraba mi familia, una colección infinita de afectos. Pero me fui, impulsado por la razón y la aritmética. Por eso Totti ya no es mi aspiración, sino mi consuelo: si mañana algún vecino me encuentra en el portal mirando a la pared, en trance, que no me despierte: soy Totti delante de la Curva Sud. Y soy feliz.