Yo hubiera preferido que Iago celebrase el gol sin esa mirada impertinente. Me va en el alma de rugbier. Pero comprendo el embeleso que produce su silencio enfrentado al griterío de los Blues. Es una imagen de inmediato icónica en los relatos del derbi como lo son los insultos y manoseos entre Mostovoi y Djalminha. Hoy sonreímos al recordar una riña en realidad bastante bochornosa. Cada acto envejece y se transforma en la memoria. La discusión se diluye. La celebración de Iago permanece, congelada en ámbar. Y en breve ya no herirá a sus ofendidos, como ya no soliviantan los cuernos de Paco Vázquez y ya no indigna la patada de Vagner, remedada por Emre. No tanto al menos. Son trozos de historia, su folclore.

El pecado, en caso de existir, fue más bien venial. Iago no pidió silencio, como Raúl en el Camp Nou, ni reclamó tranquilidad, como Cristiano. Desde luego no insultó, como Riki. Sujetarse el escudo con el rostro impertérrito constituyó su único alegato. Comprendo el enfado en caliente de Lux. Y que el debate se exagere. Camufla cuestiones más sensibles, como que el Deportivo dejase respirar a un Celta exhausto. Sucede siempre en el entorno del derrotado, también aquí: se agranda lo ajeno, un gesto o una decisión arbitral, para aliviarse de lo principal, que es lo propio. Luego está Juanfran, que calcula y parasita lo sucedido para seducir a su clientela. No se disfraza siquiera de matón, sino de una cosa tibia, intermedia, que se engalla a la vez que retrocede: "Pena no poder hacer lo que merecía la situación". ¿Qué y a quién?

Me gustaría un derbi fraternal. Porque sería el resultado de una sociedad gallega armónica. Nuestro fútbol refleja un país desestructurado, de ciudades y administraciones enfrentadas, donde cada vecino es enemigo. El derbi nos contiene. No se le puede pedir lo que aún no somos. La frontera que no se debe cruzar está clara: el puñetazo, la pedrada, el cristal roto, la carga policial. Esos tiempos jamás deben volver. Hay quien acusa a Iago de provocar con su festejo. "Si a uno lo odian en algún sitio es por algo", argumenta Arribas. Iago se equivocó en ciertas declaraciones cuando era más crío. Eso no justifica el "hijo de puta" constante, el "muérete". Hay quien le canta al puñal que mató a Quinocho o a la silla en la que habita Alvelo. Ahí se cruza otra frontera. El celtismo tiene sus propios coros a desterrar. Siempre es mejor el humor, recomendarle a Iago que se saque la ESO o cantarle al Deportivo Alavés.

Lo cierto es que en el fútbol se ama y se odia. Los grandes jugadores saben alimentarse de las dos emociones. Es en este sentido que Iago Aspas ha alcanzado la madurez. Antes necesitaba nutrirse de la devoción, que en Liverpool y Sevilla le faltó. Aspas ha crecido gracias a esa experiencia. Volvió mejor habiendo jugado menos. Ha aprendido a gestionar esa pasión que le generaba histeria cuando pisaba Riazor. Después de celebrar el gol, ya pausado, esperando el saque de centro, Iago levanta la mirada y paladea el enfado de la grada hacia él. Es apenas un instante, pero se le nota el disfrute. David Suárez, de Diesemm, la empresa que organizaba la liga indoor para veteranos, cuenta que le pidió perdón a Fran después de que As Travesas, en un Celta-Dépor, tronase "Fran es Forrest Gump". "¿Perdón? Si me ha encantado. Hoy he vuelto a sentirme futbolista", le respondió.