El árbitro pita el final. Oier Sanjurjo se dirige hacia el túnel de vestuarios mientras los demás jugadores intercambian saludos. Apenas se detiene por un celeste que lo reclama. El capitán osasunista camina con la cara rota y el alma en migajas, literalmente en ambos casos. Encajó un golpe de Rossi y un rodillazo de Iago Aspas que le aplastó la nariz. Se recompuso, con aspavientos de dolor mientras el médico intentaba enderezarle el tabique. Regresó a la cancha para sufrir una derrota que le desgarra más que a nadie. Su equipo se abisma al descenso. Algunos aficionados locales quisieron darle la mano. A Oier lo nublaba el luto.

Hubo aplausos para Oier cuando la megafonía lo mencionó en la alineación de Osasuna. También más tibios para Oriol Riera. Ambos forman parte del lustro negro en Segunda División. Muchos pasaron en aquellos años por una entidad que peleaba por su supervivencia en la cancha y los despachos. Es un potaje de nombres y rostros, que se confunden y enredan: Saulo, Okkas, Botelho, Vasco Fernandes, Arthuro, Edu Moya, Julián Vara, Fajardo, Danilo, Dinei, Renán... Algunos, devorados por el desorden de la época, triunfarían después como Diego Costa o Mario Suárez. O han tenido al menos una carrera decente, como Adrián. Otros tuvieron el Celta como estación de paso en su interminable deterioro, como Quincy. Luego, conforme se recuperó el norte, fueron llegando profesionales decentes, que apuntalaron a la chavalada propia en la reconquista de Primera División: Bustos, López Garai, Joan Tomás. Y Oier Sanjurjo, titular en el año del ascenso, fichado como lateral y a la postre un central de raza imprescindible a las órdenes de Herrera.

Aquel Oier salía de una grave lesión de rodilla y llegó en préstamo al Celta porque no tenía sitio en Osasuna. Hoy porta el brazalete de un Osasuna muy distanciado en calidad del Celta. El fútbol propicia estos vuelcos. El celtismo que celebraba con júbilo los cortes y despejes de Oier ahora fustiga con silbidos a Bongonda, que es el nuevo Tucu -no son generalizados, encienden su réplica de ánimos, pero ahí sobrevuelan al belga-. También se sintió alguna crítica en las gradas en las bajadas de tensión de la escuadra. Ambiente extraño, incierto, de tarde soleada en febrero. Esa sensación descuadrada de la rutina liguera después de las explosiones de Copa o Europa League.

El Celta, o sea, necesitaba ganar para quitarse las malas vibraciones de las tres últimas derrotas. Osasuna, como alimento. El objetivo celeste palidecía en importancia en comparación con el rival. Son clubes que han intercambiado en muchas ocasiones sus papeles, pero la memoria es flaca. Hasta pareció oírse un "a Segunda" breve y escaso, pero cruel.

"Oier, quédate", le cantaban en Praza do Rei, en la celebración del ascenso. Osasuna prefirió retenerlo. El destino de un futbolista se resuelve en estas encrucijadas. Mientras Jozabed demuestra que no era un parche que desagradase a Berizzo -cuando marcó, el "speaker" propuso Jozabed y pocos se supieron el Sánchez que debía acompañarlo-, Oier se dejaba el pellejo en otro ejercicio estéril de voluntad. Después se marchó, vacío, habiendo sufrido, sudado y sangrado sobre el césped que fue su casa. Es un sudor que el celtismo conoce bien. Es la sangre que también corre por sus venas. Es el sufrimiento que compone su historia.