La otra noche, mientras el país le hacía en medio de grandes gritos la autopsia al Real Madrid -que tiene las plañideras más ruidosas de la historia-, me dio por acordarme de los jugadores del Shakhtar. Imaginé sus caras pálidas delante de la televisión de ese hotel murciano en el que los ucranianos han instalado su refugio invernal. Intuí su silencio, su inquietud, sus miradas escrutadoras hacia el entrenador y sus consultas con el smartphone en busca de los números exactos de Aspas, de la procedencia de Bongonda o del país al que pertenece Catoira. Para un extranjero siempre resulta divertido ver perder a los grandes (nos pasa a nosotros con los de otras ligas), pero en ese hotel apartado de Murcia apostaría a que el miércoles por la noche nadie celebró los goles de Aspas y Jonny.

Pero de esa hipotética congoja, que les acompañará durante un tiempo, se hubiesen librado si entendiesen el castellano. Entonces habrían descubierto a Valdano y en consecuencia habrían concluído que el Celta no pertenece a la Liga española. "Estos no son Dimitri". Posiblemente ni hubiesen asistido al recital táctico del segundo tiempo de Berizzo porque se habrían ido a acostar después de que el otrora portavoz del Real Madrid anunciase el inevitable desenlace trágico que el partido tendría para el Celta, al que el equipo del zarandeado Zidane iba a hacer pedazos en cualquier momento. "Apaga la tele Dimitri que ese señor ha dicho que va a haber mucha sangre". En la peor tradición de Bein, que debería plantearse la manera en que sus comentaristas ningunean a los rivales de Real Madrid y Barcelona durante las transmisiones como si sus aficionados se hubiesen negado a pagar el recibo, Valdano parecia un juglar cantando las glorias de Casemiro y de Zidane mientras convertía a los jugadores del Celta en unos perfectos extraños para el espectador. Ni al rival del Trofeo Santiago Bernabéu en agosto se le hace menos caso. Este comportamiento, sorprendente en alguien leído como el argentino, es un síntoma también de este fútbol español para el que solo existen dos camisetas. En cualquier otra liga del mundo harían bandera de un equipo como el Celta y de un entrenador como Berizzo (cuyo legado en este club ya es eterno independientemente de lo que suceda a partir de ahora). Lo convertirían en un embajador más del campeonato porque representa demasiadas cosas hermosas: el inconformismo, la rebeldía, la audacia y el talento sin atender a cuestiones tan mundanas como el límite salarial o el reparto televisivo. Pero no. Arrancas la tele y se convierte en el Celta de Minsk. Cualquier día, en un arranque de generosidad, se les va a escapar un "qué bien juegan estos bielorrusos".