Derrota del Celta, justa pese a la polémica de ciertas decisiones arbitrales. El equipo no acaba de compaginar bien sus obligaciones domésticas y europeas. Anda como a trompicones, ahorrando en un torneo cuando siente que debe esforzarse en el otro, quizás por aquel pecado original ante el Leganés. Tocó primero reponerse del mal inicio liguero; ahora, sobrevivir al juicio final ante el Standard de Lieja. El partido del jueves determinará si el sacrificio ha valido la pena. Berizzo no regaló la victoria al Eibar, pero sí la propició. El desquiciamiento final hipoteca además la planificación de la semana.

El entrenador argentino, escultor del Celta extraordinario de esta época, su canon perfecto, ejerció ayer en cambio de Doctor Frankenstein. Calibró ausencias, cansancios y esa cita continental a vida o muerte. Ipurua fue la última razón en su diseño. Con las partes restantes cosió una criatura que se rebeló contra su creador. Cuando Berizzo recompuso la monstruosidad que había surgido de su laboratorio, el Eibar ya se había instalado con comodidad en la cancha y el marcador. Lo que restaba fue un ejercicio estéril y desmadejado. El equipo ni siquiera supo limitar daños. El Tucu Hernández vio la quinta amarilla del ciclo por querer calmarse la furia a patadas; Sergio Álvarez fue expulsado estando en el banquillo; Hugo Mallo, amarilla por protestar y acto seguido roja directa por decirle "eres un sinvergüenza" al árbitro cuando el partido había concluido, lo que el Celta niega. La cita contra el Standard también le reclama impuestos a la visita del Granada a Balaídos.

En Hugo Mallo se tasa con precisión la desorientación general. Pareció comenzar de mediocentro, una reconversión que tienta a Berizzo desde hace tiempo. El atrevimiento define al técnico. Contesta de forma afirmativa a preguntas que la mayoría de sus colegas ni siquiera se atreven a plantearse. Prefiere arrepentirse de sus acciones que de sus renuncias. De esos sueños ha nacido un Celta pese al limitado alimento de su presupuesto. Pero al moverse en la frontera de la genialidad, también con deslices gruesos como el de ayer. Fue tal el naufragio de esa apuesta inicial, castigado con el gol de Fran Rico, que Mallo enseguida se movió al carril, con Roncaglia, Sergi Gómez y Fontás en línea de tres. Bogonda y Señé empezaron a intercambiarse en las bandas. Modificaciones que prueban la flexibilidad de Berizzo, pero que igualmente retratan el deficiente planteamiento. Es la suya una religión que exige una devoción fervorosa de sus prosélitos. "Gracias a los futbolistas por creer en una idea", suele mencionar el entrenador cuando se le elogia el estilo. En el sistema concreto de ayer faltó convicción. Los jugadores no tuvieron fe en este sermón de Berizzo.

El 5-2-3, o 3-4-3 según dónde se quiera pintar a Mallo y Planas, tapó algunas vías de agua, pero no recompuso lo suficiente a la escuadra viguesa, poco acostumbrada a una medular tan delgada. Wass y Radoja recibían siempre de espaldas. Los balones cañoneados por los centrales eran fácilmente digeridos por la defensa del Eibar. El primer disparo a puerta de los celestes no llegó hasta el minuto 20, obra de un intrascendente Señé. Rossi, condenado a ganarse el pan en los días de experimentación, no descifró ningún pase. Bongonda tuvo la mejor ocasión, al filo del descanso, en la única combinación de mérito. La última decisión le agobia y Riesgo le ganó el mano a mano.

Pero incluso el 1-0 se antojaba una buena noticia. Sergi Gómez, providencial en el corte, y Rubén Blanco habían evitado un mayor estropicio. El Eibar había acudido con más intensidad a cada balón dividido y había leído mejor los espacios en todas las zonas del campo. Adrián fue el que mejor se infiltró por esas grietas. Hijo de Míchel, criado en la cantera madridista, con el Celta de la etapa más oscura como una de sus numerosas estaciones de paso, ha encontrado un hogar inesperado: en el Eibar y ayer, como delantero, bordeando el gol en media docena de ocasiones. En una de ellas, nada más comenzar la segunda mitad, se topó con el travesaño.

Berizzo recurrió al Tucu, pero por Wass, sin reconfigurar el dibujo. Con esa misma política entró Pione por Señé. No tuvieron un efecto revolucionario, pero sí suficiente para recuperar el balón y empujar hacia su propia área a un Eibar al que empezó a pesarle la codicia de proteger su gol. Ese traslado geográfico provocó dos acciones polémicas en las áreas, con caídas de Pione Sisto y Bongonda. En ambos casos el árbitro, Munuera Montero, entendió que el céltico había buscado más al adversario que al réves; en la caída de Bongonda, que parece penalti, quizás juegue en contra que al belga se le había ido el balón muy largo.

Lo cierto es que esa última acción desencadenó un ataque de nervios. El Celta se sintió maltratado y Munuera no supo gestionar la situación. Empezó a ametrallar tarjetas a los celestes de la cancha y el banquillo; con el partido en juego e incluso después. La derrota se consumó entre protestas, irremediable pese a que Berizzo acabó desmontando la defensa de tres; el Celta reconocible al fin como criatura de Berizzo, pero solo para la autopsia.