El Celta ya navega por las aguas cálidas de la clasificación, alejado de las tormentas y los malos vientos que le azotaron en las primeras jornadas. Superado el arranque irregular del campeonato, los de Eduardo Berizzo se han instalado en la zona confortable de la tabla -con los puestos europeos a una sola zancada-, tras superar al Valencia -cuarta victoria seguida en Balaídos- en un trabajado partido donde aparcaron las florituras de otras tardes y agarraron el pico y la pala para sacar carbón de un duelo tan intenso como trabado, disparatado por momentos, y en el que con mucho esfuerzo y dos genialidades culminadas por Roncaglia y Guidetti acabaron por remontar el penalti con el que el cuadro de Prandelli se había adelantado en el marcador.

Hubo un tiempo, no muy lejano, en el que el Celta era el equipo que más bonito perdía del mundo. A veces su generosidad era tan grande que culminaba sus recitales regalando los puntos al rival. No cabía mayor altruismo. Ahora el Celta empieza a entender que no siempre puede vestirse con el traje de noche. El partido con el Valencia pedía otra cosa y no dudaron los de Berizzo en ponerse el mono de trabajo para sacar el partido a dentelladas. Porque no fue un buen partido. Al Celta, lastrado por el encefalograma plamo de su centro del campo, le costó tener la fluidez habitual y el equipo jugó a espasmos. Hubo demasiada desconexión entre líneas. Influyó seguramente la defensa de emergencia que tuvo que disponer Berizzo por las ausencias de Mallo, Cabral y Sergi Gómez. Costas y Fontás, que debutaban en Liga, evidenciaron las dudas y los nervios propios de la inactividad. Esa circunstancia afectó a la raíz del juego del Celta. Nació sucio, poco claro, sin salidas por los costados y con abuso del pelotazo en busca de Guidetti. Un panorama complejo para un equipo como el vigués, mucho más acostumbrado a la conducción vertiginosa, a la circulación ágil de la pelota. Pero no había nada de eso. Ni media idea se adivinaba en la sala de máquinas de los célticos donde Radoja pagaba el exceso de horas de vuelo que acumula en las últimas semanas. El Valencia mientras planteó una pelea intensa en el medio con la intención de aprovechar sus piernas frescas en ataque y las posibles dudas viguesas. Fue así como abrieron el marcador. En una rápida transición por la banda, Rodrigo le ganó la carrera a Costas que echó el brazo sobre el delantero. Clos Gómez, infame toda la tarde, señaló el penalti que convirtió Parejo engañando a Rubén, una de las grandes novedades en la alineación de Berizzo.

No era un panorama sencillo el que se le dibujaba al Celta: remontar a un buen equipo como el Valencia en un día en el que le faltaba la clarividencia de Orellana (ausente por lesión), de Aspas (demasiado arrinconado en la banda derecha) o de Pione Sisto (incapaz de superar en el duelo particular a Cancelo). La brutal pelea de Guidetti con los centrales solo alcanzó para reclamar un penalti por supuesto empujón al sueco. Pero a falta de inspiración el Celta puso arrojo. No es poca cosa. Hay equipos, llamados a grandes peleas a los que les cuesta bajarse al barro. No es de esa clase el conjunto de Berizzo. Se enfanga sin dudarlo aunque en días como el de ayer tuvieran que tirar del viejo manual del juego directo que se manejaba en los tiempos de Maguregui. Y en una de esas apareció Roncaglia para hacer una jugada más propia de Messi que de un baqueteado defensa central. El argentino, que estaba siendo lo más solvente del Celta, recogió un balón en el área con un control inverosímil, sentó a dos rivales en un palmo y ajustó un misil al palo largo de la portería de Alves, cuyo vuelo solo sirvió para adornar el tanto.

Los vigueses recibieron una inyección de autoestima justo antes de volver a la caseta para el descanso. Un momento especialmente importante que, según la lógica, debería haberle servido para encontrar serenidad y alguna otra vía para combatir a los de Prandelli. Pero sucedió justo al contrario. El Celta regresó hecho un manejo de nervios. Se instaló en el primer cuarto de hora de la reanudación un tremendo desconcierto, se abrieron grietas por todas partes mientras el juego lo manejaban Nani, Parejo y compañía. La defensa resistió como pudo el aluvión mientras el centro del campo vigués, incapaz de ganar un balón dividido ni parar un segundo el juego, se hacía transparente.

La solución la encontró Berizzo en el momento en el que la musculatura de Radoja dijo basta. Faltaban poco más de veinte minutos y hacía tiempo que el partido reclamaba un movimiento del banquillo. Entró en el campo Marcelo Díaz, que no es un legionario, pero tiene un don con la pelota en los pies. Desafortunado en sus últimos partidos, el chileno le puso al Celta lo que echaba de menos. Un instante de pausa. Y a su alrededor fueron apareciendo otros futbolistas. Parecía un costurero. Díaz fue cosiendo las líneas y el juego del equipo vigués fue cobrando sentido. Incluso los defensas se contagiaron de su claridad para proporcionarle más seguridad al conjunto. El Valencia se sintió inseguro entonces. El balón llegaba más limpio a la zona de ataque. Ya no eran misiles en busca de Guidetti. Aparecían Pione, Aspas o el incansable Wass por el área de Alves. Pocos disparos, pero las llegadas ya eran constantes. A falta de un cuarto de hora llegó el truco final. Un saque de esquina lanzado desde la banda derecha del ataque en la que los jugadores de Berizzo se disfrazaron de orfebres. En ese momento colgaron del perchero el mono de trabajo que habían sudado toda la tarde para ponerse el esmoquin recién planchado. Wass y Marcelo Díaz tejieron una combinación a un toque que descolocó a toda la defensa del Valencia. El chileno llegó a la línea de fondo y puso el balón al punto de penalti donde medio Celta esperaba el envío. El Valencia, en cambio, se sintió desprotegido, desnudo, y todos sus futbolistas se metieron en el área chica. Una jugada que acredita trabajo, disciplina, pizarra y humildad (la que tuvo Berizzo que disimular diciendo que la jugada no estaba ensayada). Guidetti picó el cabezazo para marcar el segundo gol ante la mirada de pánico de los valencianistas, que ya no tuvieron capacidad para comprometer a la defensa del Celta. El equipo ya era otro. Díaz le había pegado cuatro puntadas sanadoras.