El Atlético de Madrid sentenció su clasificación para los octavos de final de la Liga de Campeones con una victoria agónica en el último minuto contra el Rostov, transformada por el francés Antoine Griezmann y construida desde la insistencia ofensiva, ineficaz y previsible hasta el definitivo 2-1.

No fue un partido nada sencillo para el Atlético. No lo había sido en Rusia (0-1) ni lo fue en el Vicente Calderón. Es superior en todo al Rostov, pero el fútbol no entiende de prejuicios, sólo de hechos.

El conjunto ruso, debutante este curso en la Liga de Campeones, con un solo punto en cuatro jornadas, sabe a lo que juega, desde sus limitaciones, pero también desde un trabajo, una consistencia y unas ideas muy definidas. Un perfil defensivo que no renuncia a la presión, intenso, potente en el físico y muy compacto.

Tampoco fue ese Atlético tan preciso tan veloz y tan profundo en ataque durante todo el encuentro, enfrentado, interceptado y enredado por la acumulación de futbolistas de su contrincante en el repliegue, ni transmitió tanto ritmo como suele ni encontró casi vías para crear ocasiones. Ni siquiera le bastó con marcar el 1-0 en el minuto 28. No rompió el partido entonces, en un acrobático remate de Griezmann, porque el Rostov le igualó en la siguiente jugada, en un contragolpe rapidísimo resuelto por Azmoun.

En el minuto 93, cuando todo parecía cerrado al empate, Griezmann aprovechó una pelota dentro del área. Primero levantó la bandera el juez de línea, por un supuesto fuera de juego; después, el árbitro concedió el gol, definitivo para una victoria más del Atlético, para sentirse más cerca de su objetivo en este fase del torneo: el primer puesto del grupo.