El diseñador del circuito que ayer coronó a Greg Van Avermaet como campeón olímpico merece una reverencia de cualquiera que sienta la mínima estima por este deporte. Suya es gran parte de la responsabilidad de haber vivido una de las carreras más extrañas, locas, impredecibles y descontroladas que se recuerdan. Ayuda este formato en el que solo unos pocos equipos pueden competir con cinco ciclistas mientras el resto se las deben apañar con cuatro, lo que garantiza descontrol. Pero el recorrido acabó por reventar cualquier cálculo de la víspera. Un perfil rebosante de dureza, viento de costado que provocó inquietud en muchos momentos, escaladas cortas al principio, con un tramo adoquinado que puso de los nervios a los corredores y a sus mecánicos incapaces de atender la demanda de sus servicios, las tres subidas finales a ese puertaco que era Vista Chinesa y el feroz descenso que conducía hacia la tranquila playa, donde la brisa acariciaría a los que llegasen de una pieza. Y apareció por allí el primero Van Avermaet, un clasicómano que compitió a las mil maravillas y que aprovechó la desgracia de Vincenzo Nibali y del colombiano Henao, que se estamparon contra el suelo cuando volaban hacia Ipanema.

Porque en el diabólico recorrido lleno de cuestas de diferentes tamaños y pendientes dictó sentencia el último descenso, ese en el que ya se presumía se mediría el coraje de muchos corredores. Y nadie tuvo el arrojo de Nibali. El italiano remató la carrera en el momento clave, cuando el grupo de los favoritos, con buena parte de los ilustres que competían en busca de la gloria olímpica y casi doscientos kilómetros en las piernas, ya estaban bien maduros. Lanzó un ataque con buena parte de sus pretorianos (Caruso y Aru) y cogió a los españoles y británicos con el pie cambiado. Nada extraño por otra parte. La deficiencia táctica de España ya es crónica en este tipo de competiciones y ni tan siquiera el hecho de formar una alineación con los escuderos habituales de Valverde (ahí estaban tres Movistar y Purito como plan B) arregló el desaguisado. Cuando Nibali tocó zafarrancho en la segunda bajaba de Vista Chinesa todos estaban donde no debían. El italiano, que sacrificó el Tour de Francia para alcanzar un pico de forma en la primera semana de agosto con la intención de conquistar ese oro olímpico que había prometido en casa, se vio en un grupo de una docena de escogidos. Sin españoles, sin Froome, sin Porte -que se había desgraciado en el descenso anterior-, sin el jovial Alaphilippe... Apretaron los italianos hasta el límite en la última vuelta al circuito -por detrás España se puso a trabajar de un modo decidido mientras Cancellara les echaba una mano- y Nibali dio la estocada justo cuando Joaquim Rodríguez creía tocarle con sus dedos después de abandonar el grupo principal en el que agonizaba Alejandro Valverde (el hombre para el que se había diseñado la estrategia) en busca de algo que parecía imposible. Para entonces la carrera ya era una romería de ciclistas perdidos donde cada uno se ganaba los garbanzos como buenamente podía. Al último arreón de Nibali solo respondieron el colombiano Henao, impetuso, y el polaco Majka que coronaron junto a él. Pero la ambición del "tiburón de Messina" no se quedó ahí. Se lanzó al peligroso descenso con la determinación de los elegidos, con ese punto temerario que distingue a los tipos de su especie. Henao se fue tras él. Y ambos acabaron en el suelo. Las imágenes no permiten entender lo sucedido, pero las esperanzas y la ambición de Vicenzo se quedaron en el asfalto tramposo de Río de Janeiro.

Majka se vio entonces solo en cabeza con veinte segundos sobre un grupo que parecía centrarse en el reparto del resto del botín. Allí estaba Joaquim Rodríguez, Fuglsang, Alaphilippe que había enganchado tras un esfuerzo salvaje porque el ataque de Nibali también le había agarrado despistado y Van Avermaet entre otros. Al belga le sobre clase y sabe cuándo debe aparecer en escena. Se desgastó lo suyo porque llegó con fuerzas al momento final de la carrera. El fue el único que en esa transición tras la caída de Nibali se empeñó en que la distancia con Majka era salvable. El polaco, acostumbrado a explotar el esfuerzo de otros, dudó por un instante en lo que debería ser el paseo triunfal hacia la playa. Y Van Avermaet llegó como un ciclón con el danés Fuglsang. Majka entendió que su oportunidad se había perdido en esas miradas hacia atrás. En la meta el destino del oro estaba claro. El belga sacó de rueda al danés para convertirse en campeón olímpico y demostrar una vez más su calidad incluso en días en que da la impresión que el recorrido no está tan pensado para sus condiciones de clasicómano.

Por detrás Alaphilippe se impuso a Purito en el esprint por el cuarto puesto y el ciclista catalán puso así el punto final a su carrera deportiva. Un modo digno de hacerlo. Ha sido un corredor valiente que siempre ha dado la cara, que ha ganado mucho y al que le faltaron condiciones para dar un salto más en sus aspiraciones deportivas. El ciclismo puede que le deba alguna victoria de mayor enjundia, pero pocos han entretenido tanto al personal como él. Si España hubiese estado donde debía en el momento clave de la carrera es posible que su adiós se hubiese producido con una medalla colgada del cuello. Pero para eso la selección tiene que superar su tradicional, histórico e incomprensible desorden en este tipo de carreras. Italia es todo lo contrario. Aunque a veces una desgracia puede arruinarte la carrera. Algo que Nibali puede explicar mejor que nadie a estas horas.