La primera vez que Berizzo ejerció de algo parecido a entrenador del Celta fue en Praga en aquella agónica tarde de agosto de 2003 en la que los vigueses se clasificaron para la fase final de la Liga de Campeones. La segunda parte fue una pesadilla. Los checos se colocaron 2-0 -a uno solo de forzar la prórroga- y Miguel Ángel Lotina, incapaz de parar aquella hemorragia, fue expulsado tras una airada protesta con treinta minutos por delante. Tomaron las riendas de la situación Moncho Carnero y Eduardo Berizzo. El central, que estaba en el banquillo con el resto de suplentes, se pasó el resto del partido dando instrucciones en la banda a sus compañeros, devorados por los nervios. Carnero y Berizzo trataban de espantar como podían al desconcertado cuarto árbitro que insistía en poner orden en el gallinero. Ellos solo estaban preocupados por aportar algo de orden y tranquilidad. Se sucedieron las ocasiones de los checos -que rozaron el gol que hubiese conducido a la prórroga-, Mostovoi fue expulsado cuando el partido se moría y finalmente, tras la ración de amagos de infarto, sonó el pitido final que por primera vez en la historia metía al Celta en la Liga de Campeones. Berizzo y Carnero se fundieron en un abrazo gigantesco. Y en ese momento alguien anunció "es el primer triunfo de Berizzo como entrenador del Celta".

Han pasado más de doce años desde aquella escena en el estadio Strahov, un tiempo que ha servido para culminar la transición del futbolista al técnico de primer nivel. A nadie le sorprende la evolución. Hay jugadores que llevan escrito desde antes de su retirada su futuro como entrenadores. Berizzo no supone una sorpresa en ese sentido porque cualquiera que haya compartido tiempo con él hubiera apostado que le esperaba una larga carrera en los banquillos. Hay muchos jugadores que pasan por el fútbol sin que el fútbol pase por ellos. No es el caso del Berizzo, que siempre quiso entenderlo todo y empaparse de cualquiera que pasase por su lado aunque en la base de su pensamiento esté el personaje esencial en su carrera como entrenador: Marcelo Bielsa. Fue el rosarino el que le reclutó cuando era un prometedor central, el que le convirtió en uno de los fijos de aquel Newell's campeón, el que le llevó a la selección argentina y el que finalmente ha conducido su formación como entrenador. En Chile decían que Berizzo no era el preferido sino "el elegido de Bielsa". Los tres años a su lado al frente de la selección chilena acabaron por culminar su máster en "bielsismo". Porque Berizzo ha seguido en primera persona la evolución que ha desarrollado durante casi treinta años el técnico de Rosario, tipo de personalidad arrolladora, agobiante incluso, un personaje único que inevitablemente ha dejado su impronta en el modelo de fútbol que defiende ahora mismo.

Todo ese aprendizaje, tanto técnico como vital, ha terminado por florecer en lo que hoy es el Celta, uno de esos equipos que no negocian con su personalidad y que están en el futbol con la idea de quedarse para siempre en el recuerdo de los aficionados. Esta semana hemos vivido el último ejemplo. Sucedió en los cuartos de final de la Copa del Rey ante el Atlético de Madrid, una eliminatoria que el conjunto vigués ha jugado con un atrevimiento y compromiso que pocos equipos han mostrado en el fútbol europeo. Y mucho menos cuando enfrente hay un rival como el rojiblanco. En las imágenes del final del partido la mirada de Simeone muestra cierto desconcierto, la sensación de haberse encontrado con un equipo capaz de sacar al Atlético de su plan, de robarle su carácter indestructible. Porque el Celta en ocasiones es un equipo desconcertante para su rival, indescifrable. Hace solo diez días Simeone se tragó al Celta en el partido de Liga y parecía tener bien medida la eliminatoria copera. Pero llegó Berizzo y matizó su obra sin perder ni un gramo de agresividad ni de osadía. El resultado fue un equipo que supo competir cuando había que hacerlo, que resistió en los momentos duros y que terminó reinando en el Vicente Calderón como solo hacen los que no están de paso en este deporte. Hubo unos minutos especialmente enternecedores, los que sucedieron tras el 1-2 de Guidetti. En ese momento la mayoría de los técnicos habrían ordenado retirada, sustituido a uno de los puntas y se hubieran preocupado por proteger el tesoro que tenían. El Celta no. Como el boxeador que siente que el rival se ha quedado sin aire, los vigueses se lanzaron en busca del tercer gol ante un Atlético aturdido por aquella forma de jugar. Cuando Hugo Mallo centra en la jugada de tercer gol, hay tres futbolistas esperando el remate en el corazón del área y otro par rondando el área. Esa imagen puede valer como carta de presentación del Celta, un equipo que juega siempre pensando en el área rival y que ha hecho virtud de ese desequilibrio que tanto desprecian los entrenadores, amigos de tenerlo todo controlado. Berizzo, según confesión de sus propios colaboradores, siente que el espíritu del equipo, el que le han inculcado desde su llegada -aprovechando lo mucho y bueno que había sembrado Luis Enrique- les lleva a jugar con ese punto de pasión que a veces tienden al desorden, al alboroto. Pero lo puntualiza, no lo anulan, porque sabe que ahí está gran parte del encanto, del peligro del Celta. Se ha convertido en una de sus señas de identidad como también lo son las marcas individuales, la presión alta, el ritmo elevado al que siempre pretenden jugar o la obsesión por dominar los partidos. Con esta forma de actuar Berizzo ha convertido al Celta en uno de esos equipos que inevitablemente suponen un espejo en el que cualquier modesto quiere verse. Esa ausencia de complejos, esa capacidad para desafiar a los grandes equipos, ese descaro en sus partidos contra el Atlético de Madrid o el Barcelona suponen un consuelo en un fútbol cada vez más predecible y donde los equipos de bajo presupuesto se resignan a un papel secundario. El Celta, en cambio, es una insurrección permanente.

El último gran triunfo de Berizzo llega en una competición con la que también tiene una cuenta pendiente. En el estadio de La Cartuja en 2001, tras recibir el tercer gol del Zaragoza, Mostovoi simbolizaba la rabia descontrolada; Berizzo, la tristeza infinita. Lloraba sobre el césped junto a su amigo Eugenio mientras a su alrededor todo era desconcierto y sensación de irrealidad con 25.000 personas en la grada que no entendían exactamente lo sucedido. El dolor podía sorprender en un futbolista que solo llevaba seis meses en Vigo. Había llegado a la ciudad en el mercado invernal para fortalecer el centro de la defensa y su peso en el equipo había sido inmenso desde el primer día. En el campo y en la caseta. Ya tenía 31 años y traía cicatrices en el cuerpo de todos los tamaños. Su concurso fue determinante para conducir al Celta a Sevilla gracias a su papel en la semifinal ante el Barcelona. Marcó el primer gol en el encuentro de ida -en el lanzamiento de una falta- y apagó las esperanzas de remontada del Camp Nou a los dos minutos en el partido de vuelta. Puso Mostovoi un centro desde el costado izquierdo y Berizzo cabeceó a la red sin que Dutruel pudiese evitarlo.

Sus goles condujeron a la final. Quince años después espera repetir la experiencia desde el banquillo. Ya está a las puertas. De aquella experiencia en 2001 dice haber olvidado sus sensaciones personales, pero que recuerda la tristeza infinita de los aficionados y que la ilusión de compensarles y que vuelvan a vivir una experiencia como aquella supone una inmensa motivación. Y a esa tarea se encomienda. Dispuesto a seguir liderando la revolución. Tal y como Marcelo Bielsa le enseñó.