Ser aficionado de un equipo de fútbol obliga a entender las despedidas como algo habitual. Es una de las pocas certezas de este deporte. Tarde o temprano tendrás que decirle adiós a quienes has visto ponerse la misma camiseta. Durará seis meses o veinte años, pero todos se marchan. Por las buenas, las malas o las regulares; por culpa de una jubilación; de un despido; de una extinción de contrato o porque el jugador entiende que hay una vida mejor lejos de aquí.

Ocurre ahora con Augusto que ayer vivió su última tarde en Balaídos vestido con la camiseta celeste. En dos semanas regresará con otra diferente. Uno de esos capítulos que evidencian lo ridículo del fútbol español. El segundo de la Liga le arrebata al cuarto un pilar básico en mitad de la función. Llevado al ciclismo es como si Froome le quitase un gregario a Nairo Quintana a mitad de ascensión del Alpe D´Huez. Culpa del reglamento esperpéntico que borró aquella regla de los cinco partidos. Hasta ese momento el mercado invernal lo mismo servía para que te entrase por la puerta de atrás Cellerino etiquetado como mortífero goleador o, con algo de suerte, para hacerte con uno de esos descartes de los equipos grandes que descubren en enero que las promesas de verano valen lo mismo que un programa electoral. Ahora ocurre al contrario: los grandes arrebatan sus mejores futbolistas a los descarados que se atreven a desafiar el orden establecido. Una pura incongruencia, una fórmula zafia de profundizar en la desigualdad de un campeonato que nace viciado desde el reparto televisivo. En el fútbol español la meta no es igualar, sino distanciar. Llevan muy mal los sobresaltos en los despachos de Madrid y de vez en cuando le dan un barniz a las normas para evitar visitas innecesarias al cardiólogo.

Por esa rendija del reglamento, y la que dejó el Celta con Vélez, se coló el Atlético para taponar la hemorragia que se les había abierto por culpa de la tibia quebrada de Tiago. Augusto no lo dudó y el celtismo camina melancólico, llorando una ausencia a la que solo le falta el sello, que aún no se ha producido pero que ya forma parte de sus vidas. Ayer el medio argentino parecía que se diluía sobre Balaídos con el paso de los minutos. Acabó como Patrick Swayze en Ghost. Estaba, pero ya no estaba. En vez del beso de Demi Moore recibió la ovación de la grada cuando Berizzo le regaló un homenaje con el cambio al que le sobró lenguaje gestual. La gente, como los novios adolescentes, todavía se cree que el amor de un futbolista dura eternamente. Que los golpes en el pecho y las frases redondas en la sala de prensa encierran un compromiso para toda la vida, que sienten el mismo escalofrío que ellos cuando ven el escudo. Por eso las salidas como ésta generan semejante conmoción. La realidad es bien diferente. Para ellos el paraíso rara vez está en Vigo. En sus sueños siempre hay lugares mejores y en su busca se marcha Augusto Fernández a Madrid. Más dinero, más fama, la posibilidad de luchar por títulos y dejar de ser un tipo invisible para el Tata Martino. Suficientes y comprensibles motivaciones para abrazar la fe cholista. Aquí queda el Celta, el que nos despedirá a todos, facturando futbolistas de toda clase y condición. Como Rick Blaine en el aeropuerto Casablanca, viendo despegar el avión que lleva rumbo a Lisboa a Ilsa en compañía del sosainas de Viktor Laszlo. Solo hay que pedir que los que vengan defiendan hasta el último día la camiseta como ha hecho Augusto. Y recordar que, por mucho que hagan o digan, simplemente son futbolistas. Lo olvidamos con demasiada frecuencia.