El Celta es una bendición para el fútbol y el mejor argumento para dejar en evidencia a tanto mediocre que oscurece este juego y que vive instalado en el pretexto permanente. Pocas veces como ayer el aficionado se habrá marchado de Balaídos más orgulloso del equipo de sus desvelos. Con casi todo en contra, condicionado por las ausencias, con una alineación de circunstancias y enfrentado a un arbitraje infame que le fue colocando constantes piedras en el camino el Celta superó al Espanyol con tanta grandeza como justicia. Lo hizo agarrado al fútbol y al coraje. Una victoria que alcanzó tintes heroicos en el segundo tiempo cuando con 43 minutos por delante Fernández Borbalán dejó a los vigueses con diez futbolistas por la caprichosa expulsión de Pablo Hernández. Surgió entonces la versión más brillante del Celta. Un emocionante ejercicio de arrojo y de estilo, un reencuentro con el fútbol de nuestra niñez cuando el marcador importaba lo justo y el único objetivo era lanzarse al ataque. Ni un paso atrás, ni un asomo de especulación pese a que hacía un rato que Iago Aspas había colocado al Celta por delante gracias a un gol que justifica el precio de una entrada. Los de Berizzo encontraron el premio a su generosidad, a su infinita valentía. Compensaron la inferioridad numérica escondiendo la pelota al Espanyol, corriendo más que el rival y cuando sintieron que los pulmones estaban a punto de explotar por el esfuerzo supieron apretar los dientes para resistir la embestida final de los barceloneses. Una actuación gigantesca que permite al Celta asentarse en la cuarta plaza y tomar una cierta distancia con sus celebrados perseguidores; un día que prestigia a Berizzo y a su corta pero profesional plantilla que ayer regaló multitud de buenas noticias en un día que se anunciaba complicado: la parada providencial de Sergio, el comportamiento de Wass en el lateral diestro, el sobresaliente Hugo Mallo como central, el aplomo de Cabral, la omnipresencia de Augusto, las apariciones de Bongonda, la insistencia sin suerte de Nolito, el monopolio de Orellana en el segundo tiempo y el gol de Aspas.

Porque este partido nace en una obra de arte que firmó Iago Aspas. Hasta entonces el partido había sido una cosa áspera y desagradable, jugada según la idea que traía el Espanyol que renunció a algunos de sus jugadores de más talento para fortalecer el medio del campo y tratar de anular la circulación del Celta. Se vio incómodos a los de Berizzo. Seguros atrás -en un día en el que improvisaba una nueva defensa con Wass en el lateral y Mallo de central-, pero faltos de conexión a partir del círculo central. Un problema acusado en anteriores encuentros. Señal por un lado del lógico cansancio, del rendimiento más irregular de futbolistas como Nolito y de las trampas que el rival empieza a repartir por el campo. Con el partido enfangado una vez más fue Pablo Hernández el que sobresalió. Cada día se siente más importante, más confiado. Impone su físico cuando la pelea es en el cielo o cuando los balones corren sin dueño por el campo, pero además aporta tranquilidad y calma en el desarrollo del juego. Nunca será un motor a inyección, pero sus prestaciones y servicio al Celta sin indiscutibles. Pero en estas apareció Aspas cuando el partido se asomaba al descanso. El moañés enganchó un balón en el círculo central, sentó a su marcador con un regate y desde fuera del área colocó una vaselina extraordinaria que superó a un incrédulo Pau y se aposentó en el fondo de la portería. Pura magia. Un gol que no tenía nada que ver con el partido que se estaba jugando hasta ese momento, aunque el Celta ya había comenzado a emitir buenas señales. El botín antes del descanso pudo haber sido incluso mayor si un auxiliar cegato no hubiese invalidado un gol absolutamente legal de Bongonda que culminó una brillante combinación con Aspas y Orellana. Un aviso de la que estaba a punto de organizar Fernández Borbalán.

Porque el colegiado arrancó el segundo tiempo con la tarjeta roja a Pablo Hernández. A todas luces desmedida. No tanto por la segunda amonestación sino por la primera. Dos saltos, dos amarillas. El "Tucu" pagaba su potencia física, el abuso que en ocasiones hace de sus rivales en las pelotas aéreas. Una injusticia que enfrentaba al Celta al complejo panorama de proteger el 1-0 durante todo el segundo tiempo. El mismo escenario que en el Benito Villamarín hace una semana cuando fue Jonny el que se marchó a la caseta antes de tiempo.

Surgió entonces uno de los mejores Celta de la temporada. El más emotivo sin ninguna duda. Se juntaron el juego con el orgullo como pocas veces se ve en un terreno. Gloria para la plantilla y también para Berizzo. Dice el librillo de los entrenadores que en ese momento hay que descartar a un futbolista de ataque para cubrir el espacio que se acaba de abrir en el centro del campo. Nada de eso. El argentino mantuvo a sus cuatro futbolistas de ataque y la única consigna que recibió su equipo fue la de lanzarse al ataque. Los espartanos ya no defendían las Termópilas sino que atacaban a los persas. Fue media hora de pura emoción, una antología que debería avergonzar a mucho mezquino que se sienta en los banquillos. Una delicia imposible de entender sin Orellana. El chileno retrasó su posición para ayudar en la salida del balón sin dejar de ser él mismo. Escondió la pelota al Espanyol e impidió que en el campo existiese la impresión de que el Celta jugaba con uno menos. Omnipresente, inteligente, desequilibrante. Un regalo que contagió a sus compañeros de ataque que estuvieron a punto de liquidar el partido. Lo hubiesen hecho de mediar un poco más de fortuna. Aspas y Bongonda estrellaron dos remates en los postes y el moañés falló otras dos situaciones muy claras: en una le cayó el balón a la derecha y en otra estrelló el balón en el lateral de la red tras un mano a mano con Pau. El Celta era un aluvión. Sergio ya había recurrido a Burgui y Asensio, dos jóvenes cargados de talento, pero el problema del Espanyol era que el balón pertenecía a Orellana y en menor medida a Augusto. Corría el Celta con la pelota, pero se desvivía sin ella. Tapando espacios, persiguiendo rivales, matándose en cualquier pelota dividida. El público se sentía contagiado por aquella furia, por la generosidad en el esfuerzo y por la defensa ciega, incluso en desventaja, de una forma de entender el fútbol.

Al Celta se le fue acabando la gasolina y en los últimos diez minutos se pertrechó para resistir los intentos del cuadro "perico". Entró Borja Fernández por Bongonda para ayudar en el medio y poco después Guidetti por un reventado Iago Aspas. Sacó coraje entonces el Celta. Ya no tenían fuelle para irse al área rival, pero tuvieron el nervio para dejar la puerta a cero. Cobraron en ese momento especial protagonismo Wass, Mallo -imperial en el centro de la defensa-, el extraordinario Cabral y también Sergio que sacó una mano prodigiosa en la ocasión más clara del Espanyol. Hubiera sido una enorme injusticia para un Celta que ayer rindió un enorme homenaje al fútbol. Salía el público dándose golpes en el pecho, con el cuerpo cargado de orgullo. Y no era solo por la victoria. Era por todo lo demás.