Shaquille O'Neal conoció a Jason Williams una noche veraniega de 1998, en una cancha al aire libre de Florida. Aunque ya en los Lakers, el pívot aprovechaba las vacaciones para divertirse con su pandilla de Orlando. Williams, universitario en los Gators, se había pasado gran parte de la campaña suspendido por consumo de marihuana. Conocía a Nick Anderson, excompañero de O'Neal en los Magic, y se había ido con él al parque. Fue antes del draft en que los Kings lo elegirían. Casi nadie entre los astros de la NBA conocía a aquel chiquillo pálido, sentado al borde de la cancha. "Nadie le prestaba atención. Entonces preguntó si podía jugar y yo le dije que sí", recordaría Shaquille años después. "Fue como en la película 'Los blancos no la saben meter'. Destrozó a Penny Hardaway".

Shaquille O'Neal y Jason Williams se hicieron amigos aquel día. Una relación a la postre trascendental. El pívot lo reclamaría para Miami Heat en 2005, como parte del traspaso a varias bandas de trece jugadores, el más complejo de la historia. Williams ejercería de director de juego en ese equipo que meses después se proclamaba campeón. Rompía así la predicción de tantos críticos, que aseguraban que jamás una escuadra con un base como él conquistaría el anillo. Otra cosa es lo que sacrificó a cambio.

Jason Williams ha cumplido 40 años. Numerosos vídeos con sus jugadas más espectaculares han recorrido las redes sociales con tal motivo. Casi todas correspondientes a su etapa en los Kings, apenas tres de sus doce años como profesional. Y las que no, recientes, con él ya retirado, divirtiéndose en torneos pro-am. "Llevo toda la vida haciendo esto", grita el cuarentón, tras uno de sus juegos malabares. Oculta que dejó de hacerlo durante muchos años.

El pase fue la herramienta que Jason Williams descubrió de niño para imponerse a su baja estatura. En el instituto DuPont "no podía lanzar porque todos eran más altos que yo", relataba. "La única manera de seguir en la cancha era pasar". Pero no entregar el balón sin más, sino convertir la asistencia en la parte más espectacular del proceso. Eso y su manejo del balón le atrajeron el interés de la NBA pese a su ajetreada trayectoria universitaria: la academia militar de Fork Union, Marshall y Florida, siguiendo a su mentor, Billy Donovan.

La comparación con Pete Maravich en su aterrizaje en la liga fue inmediata. Ambos bases blancos atípicos, fantasiosos, creativos, geniales también en la mirada melancólica, la tendencia autodestructiva y las drogadicciones. Maravich y Williams siempre generaron alegría a su alrededor con un rictus de tristeza en sus caras, como payasos trágicos.

Rick Adelman apostó por él. "Si das un pase por la espalda y se te va fuera, da el siguiente con la izquierda", le espetó, soltándole las riendas. Instante fundacional de los mejores Kings, a los que también acababan de llegar Webber y Divac. "Ellos hicieron buenos muchos pases malos", reconoce Williams.

Fueron los años de furor de "Chocolate Blanco", el apodo que le puso un miembro del departamento de prensa de la franquicia y que jamás le gustó. "Tiene connotaciones racistas", argumentaba su padre, a quien los Kings habían traído a Sacramento para que controlase la vida privada de su hijo. Ese Jason también siempre estuvo ahí, dividido entre sus pulsiones: el chico capaz de sentarse a comer palomitas con un espectador en pleno partido, generoso en las causas sociales; también el introvertido que eludía a los fans en los aeropuertos y el polémico, multado por proferir insultos racistas contra varios abonados de los Warriors de origen asiático.

Lo cierto es que Adelman acabó cansándose de las inconsistencias de su juego y forzó su salida a Memphis para adquirir a Bibby. Y ahí se agota el Jason Williams que enamoró a toda una generación, el del pase con el codo a LaFrentz en un All Star ("lo único que no he ensayado mil veces antes de hacerlo"), aquel cuyas camisetas con el dorsal 55 se contaban entre las más vendidas y en el que Djalminha se inspiraba para inventarse regates. En los Grizzlies varió su estilo. Él lo atribuye a la decisión de adaptarse a jugadores de diferentes cualidades. Hubbie Brown también lo adoctrinó al respecto. Jason, en cuatro años, redujo sus pérdidas por partido de 3,29 a 1,83, uno de los mejores ratios de la liga. El 21 de enero de 2005 batió el récord de asistencias sin perdida, quince.

Aunque valioso sobre la cancha en unos Grizzlies de play off, ya no ofrecía la brillantez que comercialmente le compensase a la directiva sus fricciones con los compañeros (jamás se llevó bien con Gasol) y con miembros del cuerpo técnico como Brendan, el hijo de Hubbie. Santiago Segurola, aquel que celebra su irrupción ("El pequeño mago de los Kings", titulaba), concluía ahora: "A Gasol le sobra Jason".

En Miami completaría su transformación. Ni siquiera ya un base sobrio sino de complemento, un tirador fiable para aprovecharse del juego generado por Dwayne Wade y Shaquille O'Neal, con Pat Riley moldeándolo a su gusto.

Maravich nunca ganó nada ni consintió que lo domasen con promesas de éxito. Esa terquedad es un elemento indispensable en su leyenda. Un infarto se lo llevó en 1988 con 40 años de edad, mientas disputaba un partidillo con sus amigos. Es fácil imaginárselo inventando un último pase imposible antes de que el sofoco del pecho lo derrumbe. Jason disputa esas mismas pachangas, a esa misma edad, con furia en su magia, como queriendo recuperar el tiempo perdido. Cuando mira su anillo, ¿siente que el precio pagado mereció la pena? Se sabe lo que contestaría: "Jamás me importó lo que la gente pensase de mí".