Santi Mina unió hace un tiempo su destino a Jorge Mendes. Sabía perfectamente lo que hacía y lo que quería. Nadie se esposa al portugués con la intención de hacer toda tu carrera en el equipo donde has crecido. A Mendes no le interesa esa clase de producto. Para eso hay otro tipo de agentes y representantes. Su mercancía debe estar en permanente movimiento para generar ventas millonarias y comisiones suculentas. Así funciona su industria y el que se encadena a él lo hace plenamente consciente de que entra en una espiral que le dará fama, le hará rico, pero que también le someterá a las necesidades e intereses del mediático agente. Por eso nadie puede reprocharle nada a Santi Mina. Él eligió su destino. Va a ganar una montaña de dinero y la puerta de los grandes clubes del mundo siempre serán más fáciles de abrir agarrado a la gomina de Mendes. Por eso resulta ridículo echarle en cara la decisión que toma sobre un futuro deportivo y económico que solo le corresponde a él y a su familia. El tiempo le dirá si ha elegido el camino correcto.

Todo era una cuestión de tiempo. El día que el nombre de Mendes apareció en escena el celtismo comenzó a escribir la carta de despedida. Solo quedaba pendiente ponerle fecha. Mina y el Celta eran plenamente conscientes de ello aunque en Vigo existía la esperanza de retrasar este momento, como mínimo, un año más. Por eso la salida del delantero deja el sabor amargo de las fiestas que terminan antes de tiempo. Cualquiera intuía que el próximo sería un año esencial en su trayectoria. Avalado por su extraordinaria segunda vuelta y consolidado en la banda derecha resultaba sencillo intuir su definitiva explosión. No la veremos y Mina se marcha a un escenario mucho más hostil para él, donde los méritos acumulados en Vigo servirán de poco, la competencia será feroz y la grada será menos comprensiva con él. A cambio, la Champions y una vida entera para crecer.

Mendes, por su parte, ya tiene otro futbolista en circulación generando riqueza en su entorno, el de ese Valencia colonizado por Gestifute y donde hasta la horchata que vendan en el estadio va camino de llevar su nombre. Misión cumplida para alguien que tiene claras sus prioridades. El portugués quiere dinero para él, para sus representados y ejercer cada día más control sobre este deporte. Es la parte más oscura del proceso: comprobar con qué facilidad los protagonistas se mueven como títeres en sus manos. Todo se enreda en relación al antiguo dueño de un videoclub en Viana. Clubes controlados por él, entrenadores de su cartera que piden y consiguen a determinados futbolistas (Falcao y el Chelsea son el último y más grosero ejemplo), extrañas asociaciones comerciales con dueños de equipos?resulta demasiado obsceno como para pensar bien. Mucha gente ha permitido que esto sea así y ahora es demasiado tarde para frenar su ambición.

Por último, el Celta -que se mantiene fiel a su discutible política de cláusulas bajas- recibe diez millones (la cantidad que tenía firmada en el contrato de Santi Mina), afianzará su privilegiada situación económica y realiza la cuarta venta más alta de su historia tras Míchel, Makelele y Turdó. Queda en el aire la duda de cuánto hubiera podido sacar en otras circunstancias, pero los últimos intentos de renegociar el contrato y subir la cláusula dieron en hueso porque Mendes hizo lo que debía, mantenerla en una cantidad que le permitía sacar al delantero de Vigo cuando le viniese en gana. Otra vez todos en su papel. Lo único que hay que pedirle al Celta es que acierte con el destino de esos diez millones.

Este sábado fue día de debate para el celtismo, desmedido por momentos. Los aficionados analizan estas situaciones con una carga sentimental que les distingue del resto de protagonistas, siempre más fríos y calculadores. Ellos han visto crecer a Mina, le sentían como un miembro de su familia y eso genera inevitablemente reacciones cargadas de pasión. Al final la cuestión resulta más sencilla: es negocio, es dinero, es fútbol. Sin dramas, sin culpables. Aunque dé pena.