Bartomeu sabía perfectamente lo que fichaba cuando aceptó la propuesta de Zubizarreta de contratar a Luis Enrique en sustitución del Tata Martino. La decisión -respaldada en las encuestas por más del ochenta por ciento de los aficionados barcelonistas, aunque a estas horas muchos se echen la mano a la cabeza o no recuerden haber avalado la llegada del asturiano-, se tomaba porque en el Camp Nou era un clamor la necesidad de hacerse con un técnico con personalidad, carácter, que se creyese esa máxima que espetó en una de sus primeras ruedas de prensa: "Yo soy el líder del vestuario" y que terminase con el paternalismo que existía desde el banquillo con algunas de las estrellas azulgranas.

El asturiano no ha hecho desde entonces otra cosa que ser fiel a su carácter y a su forma de entender el juego y la gestión del vestuario. No hay grandes diferencias entre el Luis Enrique que dirigió la pasada temporada con indiscutible éxito al Celta y el que este año se sienta en el banquillo del Camp Nou. Ha cambiado eso sí el entorno, la presión externa, la exigencia, la repercusión de sus decisiones, de sus palabras en la sala de prensa y, sobre todo, la composición del vestuario, la clase de futbolista con la que trabaja.

Cualquiera que se sorprenda de la realidad de Luis Enrique lo hace porque prestó poca atención al Celta durante el pasado ejercicio. Lo que parece es que no todos los equipos se pueden dirigir de la misma manera. El entrenador ejerce la autoridad desde el primer día. Eso nunca fue un problema en Vigo donde es imposible encontrar un futbolista que tenga un reproche hacia él. En Barcelona ese papel dominante sí parece generar dificultades. Es como si el equipo catalán de repente se hubiese asustado tras fichar lo que precisamente estaba buscando. Por lo demás vuelven a sucederse algunos episodios que se vivieron en Vigo: las alineaciones no las conocen los jugadores hasta poco antes del partido para que todos mantengan la tensión; apenas se trabaja durante la semana con el once que va a jugar para evitar que alguien pueda bajar los brazos; se rota de forma constante y a veces de forma sorprendente; se protege a la plantilla públicamente ante cualquier circunstancia. El método al Celta le funcionó a la perfección; en el Barcelona todo parece haberse convertido en un problema, en una dificultad extra. Posiblemente la razón hay que encontrarla en la poca paciencia y la exigencia que existe en Barcelona -en Vigo pese a su muy discreta primera vuelta y decisiones criticadas en las que mostró cierta obstinación como el exceso protagonismo de Costas o la presencia de Toni en el lateral zurdo la confianza siempre se mantuvo en él- y sobre todo la clase de vestuario que hay que dirigir. En A Madroa se encontró con un grupo unido, responsable e irreprochable en cuanto a ac titud y modales. Nadie discutió su autoridad ni sus conocimientos. Se le retrata como una persona cercana y dialogante, lejos de la imagen que transmite de puertas hacia afuera. El vestuario de Barcelona y ciertos jugadores como Messi no parecen entender de la misma manera su estilo, su carácter directo y esa obsesión porque el grupo esté siempre por encima de los individuos.

Fuera del vestuario tampoco hay grandes diferencias. El tono displicente de las ruedas de prensa, su falta de empatía con el entorno, su escasa comunicación. Existió en Vigo y aunque no gustaba se entendió como parte del conjunto. En el Camp Nou ya parece un drama. A estas alturas nadie puede decir que no sabía lo que fichaban. Por lo visto, lo que estaban buscando.