Una leve sonrisa como despedida que no cura la importante herida que deja en la selección española este Mundial de Brasil. Pero al menos el triunfo ante Australia le permite cerrar de un modo digno lo que ha sido una inesperada pesadilla que en los últimos días amenazaba con emborronar buena parte de la leyenda de una selección que será inmortal. Ayer España cerró una etapa, la mejor de su historia, la que durante seis años inundó las calles de alegría y orgullo en el ciclo exitoso más largo que ha tenido una selección europea. En un trámite marcado por el recuerdo fresco de los batacazos ante holandeses y chilenos, el grupo de Del Bosque se recompuso lo suficiente como para despachar con comodidad a Australia y marcharse de Brasil con un triunfo al menos. Un discreto aunque digno consuelo para un grupo de futbolistas que, como conjunto, vivió su torneo crepuscular. Llega la hora de la renovación, de despedir algunos mitos con el honor que merecen y se han ganado, de que otros se replanteen su futuro y de abrir la puerta a las nuevas generaciones que empujan con pasión y garantizan el relevo. Nadie simbolizó ese adiós ayer como David Villa. Ha sido de los pocos que en las últimas semanas ha admitido claramente que éste era su última participación con la selección. Del Bosque, que no contó con él en los partidos anteriores, le dio la titularidad y el asturiano respondió con un gol que le sirve para ampliar su estadística como máximo goleador de la historia de la selección española. 59 tantos, una brutalidad que acredita a un profesional del gol. Cuando el seleccionador, en una decisión algo extraña, le sustituyó antes de que se llegase a la hora de juego, Villa se marchó desairado y en el banquillo rompió a llorar como un niño pequeño. Inconsolable. Las lágrimas de un adiós, de una despedida que no solo es la suya, sino de un tiempo hermoso, marcado por un comportamiento modélico. El partido de ayer en ese sentido fue simbólico. Los dos primeros goleadores fueron Villa y Torres. Parecía la selección de hace seis años, la de Austria, la de la cita que cambió para siempre el fútbol español. Es como si el destino se hubiese confabulado para hacer un guiño al pasado, quiño del que no participaron otros dos símbolos de esta era: Casillas y Xavi, sentados en el banquillo y envueltos en un manto de incertidumbre sobre su presencia futura en la selección española.

Para la cita de ayer, incómoda como pocas después de tres días en los que se han agitado debates y polémicas que parecían más propias de otros tiempos más oscuros dentro de la selección, Del Bosque introdujo muchos cambios. Solo repitieron cuatro futbolistas con respecto al que arrancó el torneo ante Holanda: Ramos, Alba, Alonso e Iniesta. Entraron muchas caras nuevas y desaparecieron algunos de los grandes fiascos del torneo como es el caso de Diego Costa, posiblemente la gran decepción visto su rendimiento y las esperanzas que había puestas en él. España arrancó con demasiadas dudas, incómoda en un ambiente hostil. El campo era un patatal infame, hacía calor, los australianos no parecían dispuestos a permitir una despedida tranquila y el público brasileño se mofaba de su eliminación. Un susto en el área defendida por Reina pareció despertar a los españoles que encontraron el camino a través de Villa en la izquierda y de la profundidad de Juanfran por la derecha, una de esas características de las que apenas ha podido presumir el equipo a lo largo del torneo. Y luego está el factor Iniesta. El mejor en los tres partidos de la selección. Dice poca cosa por el nivel ridículo del equipo, pero resulta una evidencia por lo que dice del compromiso y liderazgo del futbolista que hace cuatro años marcó el gol más importante del fútbol español. Ante centrocampistas que descuidaron la presión, el manchego sentó cátedra con su facilidad para encontrar la espalda de los laterales y generar ocasiones casi con la mirada. El primer gol a la media hora nació en un telegrama que envió a Juanfran. El lateral atlético apuró la línea de fondo y colocó el balón en el área pequeña donde Villa, con el tacón, embocó un nuevo gol en su carrera deportiva. Grito de rabia. Con ventaja en el marcador el partido quedó para poco más que para simples gestos. El más conmovedor fue el cambio de Villa a la hora de juego. Se marchó molesto el delantero y cuando saludó a sus compañeros en el banquillo rompió a llorar de un modo inconsolable. El doctor Cota, con el que tiene una gran relación, trató de calmarle pero era realmente complicado. Muchas sensaciones juntas. El adiós, la decepción por el torneo...En medio de aquella situación que más parecía un drama griego volvió Iniesta a reactivar a otro de sus puntas. Lo hizo con un pase de otro mundo a Fernando Torres. Un ejercicio que parecía más propio de un entrenamiento de los jueves. Con su pase lo dejó solo ante Ryan y el delantero de Fuenlabrada ajustó el remate por bajo al palo largo de la portería australiana. La cuenta la cerró Mata que también batió con facilidad al meta rival tras quedarse completamente solo ante él. Así se murió el partido y el triste concurso de la selección española en el Mundial de Brasil, al que llegó como campeona del mundo y del que vuelve con una decepción histórica a cuestas y un puñado de dudas en la maleta sobre el futuro. Es tiempo para la reflexión. Pausada, medida. Pero todo cuando pase el luto que España lleva a cuestas y que ayer, otra paradoja del destino, llevaba en el color de su camiseta.