El Celta, celtista y céltico, celebra sus derrotas. Como Irlanda. Como todos los pueblos agraviados por la historia. Conmemoramos la final de 1994 seguramente porque no tenemos títulos que conmemorar. No sucede, sin embargo, con la de 2001. La de 1948, ya escasa en testigos vivos, pertenece a otro espacio muy distinto: el legendario. Su alineación suena a relato alrededor de la lumbre.

La derrota del Calderón se recuerda con dulzura. Época de héroes cotidianos, al alcance de la mano, tomándose el aperitivo en el Casqueiro. De primas en pesetas, teléfonos fijos y la lluvia repiqueteando sobre el delgado alero de la vieja A Madroa, que hoy es un almacén para los trastos. Fue aquella una tristeza fructífera.

La derrota de La Cartuja dejó un poso amargo. Porque se les suponía la victoria. Época de ídolos, que ya iban desertando del Casqueiro. De euros recién estrenados, teléfonos móviles y el laberinto aseado de la nueva A Madroa. La Copa debía ser su cénit y resultó el inicio de un progresivo distanciamiento con el entorno, al que ya ni la Champions colmaría. Una tristeza yerma.

El tiempo consiste en una delicada ecuación de pérdidas y ganancias. Hoy los jugadores no convierten mentalmente a pesetas sus primas como no las convierten a reales. No bajan juntos a tomarse las cañas. Se guarecen detrás de las verjas que Luis Enrique cierra a cal y canto. Restringen las llamadas entrantes. Se duchan en A Madroa sin miedo a que se les acabe el agua caliente. Ya no habrá Calderones ni Cartujas para ellos porque, entre otras cosas, a Tebas le interesan más los once millones de audiencia del Barça-Real Madrid que las gradas vacías de las eliminatorias.

Quizás la belleza del 94 sea una mentira de la nostalgia. No me lo parece cuando veo a sus gentes abrazarse y retomar la memoria común. Es ley que todo cambie, pero está bien que en algunas cosas sea para reiniciarse. Ese adolescente que creyó en su 4 por ciento de permanencia, el que hubiera aplaudido si la lógica se hubiese impuesto al gol de Insa, ya no se parece en nada al de La Cartuja. Vuelve a ser el del Calderón. Está dispuesto a celebrar la derrota, si es con afouteza e corazón. Tal vez llore, pero en familia, dispuesto a levantarse. Y esa es la victoria que nadie le puede arrebatar al Celta. A aquel y a éste, a los que veinte años unen más que separan.