El teléfono de Dan Jansen sonó pocas horas antes de que el patinador americano saltase a la pista helada de Calgary para jugarse la medalla en los 500 metros, su distancia, en la que los analistas aseguraban que no tenía rival. Solo cuatro años atrás, en Sarajevo, con apenas 18 años había conseguido el cuarto puesto, a un raquítico paso del ansiado podio. Pero salió de allí convencido de que en Canadá, en 1988, ya nadie podría pararle.

Jansen era consciente de que aquella llamada no traería nada nuevo. Y no se equivocó. Su hermana Jane se moría. La joven levaba tiempo luchando contra la leucemia, pero la batalla estaba perdida. Cuando Dan partió hacia Canadá ya era consciente de que posiblemente no volvería a ver a su hermana con vida. Sus padres le llamaron aquella mañana para que se despidiese de ella como él mismo les había rogado. Le habló de manera cariñosa, aunque ya no podía entenderle, y prometió ganar el oro olímpico para ella. Daba la casualidad de que posiblemente Dan Jansen nunca hubiese llegado a la cima del patinaje sin su hermana Jane. Ella, enganchada desde niña a ese deporte en su Winconsin natal, había contagiado a Dan la pasión por el hielo. Era siempre la más feliz de la casa cada vez que su hermano aumentaba el palmarés o derribaba alguno de los récords mundiales.

Cuando Jansen salió a la pista de Calgary hacía dos horas que le había llegado la noticia de que Jane había muerto. Lejos de impulsarle, el dolor le superó por completo. Arrancó como poseído y en el primero de los giros a la pista de Calgary se fue al suelo. El drama se instaló en la expedición americana, que deseaba aquella victoria por encima de todas, por el valor simbólico que tenía y por recomponer el espíritu de su patinador.

Dos días después tenía la posibilidad de desquitarse en la prueba de los 1.000 metros en la que también era uno de los favoritos a la victoria. Todo iba perfecto cuando se habían cumplido casi dos tercios de la carrera. Parecía ya una competición solo contra sí mismo. Y de manera inexplicable volvió a irse al suelo. Jansen se quedó sentado en el hielo, con el gesto de incomprensión en la cara, como si estuviese esperando una respuesta que nadie podía darle.

La historia de infortunio se prolongó cuatro años después en Albertville. Durante ese tiempo mantuvo el nivel y quienes vivían con él en Winsconsin reconocían que le habían visto trabajar más duro que nunca. Obstinado como pocos, tenía una promesa que cumplir y confiaba en que alejado de las emociones vividas en Calgary encontraría al fin su meta. Pero en 1992 la experiencia volvió a ser desastrosa. Fue cuarto en la final de 500 metros y se descolgó hasta la trigésima posición en el kilómetro. Otra vez se le vio superado por la presión, por la necesidad que existía en su cabeza de no fallar. De nada le valía ser el mejor patinador de velocidad del mundo si no era capaz de cumplir con lo que él entendía como una obligación: "Sentía que le debía una medalla a mi hermana y no había día de entrenamiento que no pensase en que aquel trabajo, ese esfuerzo, era por ella", aseguró recientemente en un documental sobre su carrera.

Pero Jansen no dejó de entrenarse. Para la siguiente cita no tuvo que esperar demasiado porque el COI cambió los calendarios para que no coincidiesen Juegos de Invierno y Verano en el mismo año y convocaron la siguiente cita en la localidad noruega de Lillehammer en 1994. El americano tenía casi treinta años y sabía que estaba ante su última oportunidad. Sus piernas seguían siendo eficientes, pero el panorama había comenzado a cambiar en los últimos años, crecían los rivales y aunque había batido siete récords mundiales en los años anteriores su triunfo no estaba tan claro como a priori se pronosticaba en los Juegos anteriores. En Noruega todo el mundo hablaba de él, lo que crecía la presión a su alrededor. Aunque ninguna le afectaba tanto como la que procedía de sus propios recuerdos.

La cita arrancó una vez más con los 500 metros. En medio de un ambiente eléctrico, con miles de noruegos tratando de empujarle, Jansen no pudo pasar del octavo puesto. Vuelta a la frustración, a la tristeza, al dolor infinito. Parecía que su deuda quedaría sin saldar.

Un par de días llegaron los mil metros, la prueba que peor se le daba de las dos, en la que los rivales eran más fuertes. Trató de relajarse al fin, de patinar sin agarrotarse, de liberarse de aquella obsesión. La final le enfrentó al japonés Inoue. Aquella tarde en Noruega Dan Jansen patinó como nunca lo había hecho. Pura elegancia y potencia. En medio de los gritos de los aficionados el americano fue ampliando la ventaja sobre el japonés. Pasados los seiscientos metros era evidente que la victoria estaba en su mano y que solo él podría estropear aquel momento. En la grada sus padres contenían la respiración. Tomó precauciones en la última curva y aún así rompió la barrera del récord del mundo para conquistar el oro en medio de la locura de los espectadores que festejaban el oro como si fuese suyo. Jansen se echó las manos a la cabeza, miró al cielo de forma tímida y disfrutó de ese momento único. Poco después dio la vuelta de honor a la pista. La hizo con su pequeña hija (de apenas tres años) en brazos. La cría, como no podía ser de otro modo, se llama Jane.