Al Celta le ha costado sudor y lágrimas la permanencia. De eso no hay duda, se lo ha tenido que currar. En este final de Liga, la desgracia en forma de lesiones puso contra las cuerdas al equipo de Abel Resino, mermado por la propia trayectoria irregular que arrastró durante toda la temporada. Se ha sabido reponer con casta, con la ayuda de la afición. Entre todos ha remado contracorriente hasta sacar el barco de las piedras. La tempestad con la que se encontraron la provocaron las causas naturales de la situación y otras que se sumaron a última hora provenientes de Cataluña. El Espanyol se convirtió en un huracán inesperado sobre el césped de Balaídos. Más allá de cumplir con lo que se espera de unos profesionales, su actitud en el terreno de juego -sin nada más que la honra por la que luchar-, parecía la de un grupo en busca de algo, de algún premio mayor como el que, en este caso sí lógico, perseguía el conjunto vigués. Los "periquitos" lucharon como perros para conseguir un empate que no le iba a suponer nada especial, que se sepa. Por eso el triunfo del Celta es aún más sobresaliente. Su actitud en la victoria es merecedora de la fiesta final. La actitud del Espanyol no es merecedora más que de una roja directa.