El fútbol es la guerra por otros medios, afortunadamente incruentos. Por eso la derrota es compatible con salvar no sólo la vida sino también la bolsa (e incluso incrementarla). Lo estamos viendo ahora mismo con el fin de ciclo de José Mourinho en el Real Madrid. Parece evidente que el balance del entrenador portugués no ha sido brillante, sobre todo si lo que ha conseguido se pone en relación con los ingentes medios que el club le facilitó y el poder que llegó a concederle y que Mou no dudó en utilizar sin tasa ni límites, incluidos los que se hubieran creído inviolables en un club tan celoso de su reputación y tan orgulloso de su estilo.

El suplente Casillas. Que Mourinho es un gran entrenador está fuera de toda duda incluso para quienes detestan sus modales o abominan de su interesado maquiavelismo. Lo demostró cuando, con muy poco, hizo del Oporto un campeón de Europa. Parecido mérito tuvo llegar a la misma altura con un Inter más bien menor. Fue ese éxito, que había pasado por la eliminación del Barcelona máximo -el de Messi y Guardiola- el que le abrió de par en par las puertas del Real Madrid. El objetivo principal que le marcaron fue el de ganar la Copa de Europa, algo que el club madridista no había logrado repetir desde que lo consiguiera en el año 2000 cuando el entrenador era Vicente del Bosque, cuya evidente falta de "glamour" le hizo acreedor a que dos días después de que Fernando Hierro alzara en el Hampden Park de Glasgow la novena "orejona", le despidieran de forma perfectamente desconsiderada, pues le comunicaron en un pasillo del Bernabeu que no seguirían contando con él. Glasgow como referencia geográfica y el Hampden Park como escenario han supuesto mucho para el Real Madrid. Allí fue donde el club alcanzó quizás el punto cenital de su historia con su quinto título europeo consecutivo tras el colosal triunfo (7-3) sobre el Eintrach de Fráncfort, con cuatro goles de Puskas y tres de Di Stéfano. De la victoria ante el Bayer Leverkusen (2-1) en el mismo escenario se menciona siempre con toda justicia el maravilloso gol de volea de Zidane, pero muchos aficionados recuerdan también que, para ganar la novena Copa de Europa -ahora llamada Champions League- fue también preciso que Iker Casillas hiciera en el tramo final del partido tres paradas a cada cual más milagrosa. Lo que se recuerda menos es que Casillas había comenzado aquel partido en el banquillo, en el que lo hubiera terminado si César no se hubiera lesionado en el minuto 65, al ser pisado fortuitamente por el central adversario Lucio. Porque hasta ese minuto crucial Iker Casillas, que había ganado siendo jovencísimo la octava Copa europea con el Madrid, era, y no sólo en ese partido, suplente de César, condición a la que le había relegado Vicente del Bosque. Es decir, que Del Bosque y Mourinho pueden coincidir -y de hecho han coincidido- en considerar que Casillas, como futbolista, no es intocable. En lo que no parece que coincidan es en el manejo de esa valoración técnica, respeto a la persona incluido. Y no sólo por el estilo personal sino también por la diferencia de objetivos. Los de Del Bosque no parece que excedan del prosaico -o glorioso- ámbito deportivo. Los de Mourinho admiten otras interpretaciones. A mí hace tiempo que me ronda una: la de introducir, para analizar su comportamiento, la clave nacionalista.

Mourinho, el portugués. Según esa interpretación, Mourinho habría buscado en algún momento de su segunda etapa española (la que ahora termina, pues antes hubo otra, más modesta, cuando el Barcelona le contrató como traductor y ayudante de Robson) utilizar su trabajo en el Real Madrid para desestabilizar a la selección española, precisamente cuando ésta había conseguido los mayores éxitos de su historia. Y hacerlo en beneficio de la selección portuguesa. A quien le parezca fantasiosa esa hipótesis se le puede recordar que Mourinho llegó a plantear al Real Madrid, y así lo hizo público, la posibilidad de simultanear su cargo de entrenador del club blanco con el de seleccionador nacional portugués, pretensión que el club madridista desechó como un disparate.

Vaya por delante que siento una gran simpatía por los portugueses, que se ha ido incrementando a medida que los fui conociendo más y mejor, para lo que me dio oportunidad la época, todavía reciente, en la que viajé bastante a nuestro país vecino. Estoy convencido de que la inmensa mayoría de los portugueses ven a los españoles como unos parientes más próximos que lejanos, aunque recelan algo de ellos. A ese recelo ha contribuido el incomprensible aislamiento mutuo, que llevó a ambos países a vivir de espaldas uno del otro: "de costas voltadas", como dicen ellos con una preciosa expresión. Portugal y España han tenido historias paralelas, sorprendentemente parecidas e igualmente descompensadas, pues abundaron en glorias para la patria y miserias para los ciudadanos. Incluso sus economías tuvieron pocos contactos, pues, como ha demostrado Juan Velarde Fuertes, durante siglos apenas hubo relaciones comerciales entre los dos países, pese a compartir una larga frontera, erizada por cierto de baluartes para defenderse de ataques inexistentes. Este aislamiento recíproco se cuarteó de golpe con la entrada de ambos países en la Comunidad Económica Europea y con el flujo empresarial, laboral y turístico que produjo en ambas direcciones. Con el mayor roce los antiguos prejuicios se desmoronaron a toda velocidad. Los españoles que viajamos a Portugal comprobamos con admiración y agradecimiento que gran número de portugueses nos hablan en un español excelente. Y nosotros pasamos la vergüenza de no poder corresponderles, lo que, por otra parte, aviva en los portugueses el rescoldo de creer que mantenemos hacia ellos una actitud prepotente. Me he esforzado muchas veces en explicar a mis amigos portugueses que nuestra resistencia a hablar la lengua de Camões y de Pessoa no se debe a ningún complejo de superioridad sino justamente a lo contrario, es decir, a nuestra incapacidad atávica para los idiomas, que en el caso del portugués se ve acrecentada por la dificultad intrínseca de las vocales abiertas, cerradas o nasales, con sus diferentes formas de pronunciación, que exacerba nuestro desmesurado miedo al ridículo.

Nacionalismo a dos bandas. En cualquier caso los portugueses son, en general, muy nacionalistas, con un sentimiento que abomina de las tensiones internas -Portugal es un país muy centralista- y que se expresa con recelos hacia el rival exterior, que, como único vecino, es España por los siglos de los siglos. Ese sentimiento se activó probablemente en el Mourinho madridista en sus confrontaciones con el Barcelona. De pronto cayó en la cuenta de que podía matar dos pájaros de un tiro. Y qué pájaros: además del mejor Barcelona de siempre, la selección española, un equipo que había llegado más alto que nunca en su historia no sólo por la coincidencia de una generación de jugadores como nunca hubo otra tanto en nuestro país tanto en calidad futbolística como en la capacidad como grupo de subordinar los particularismos en aras del éxito común. Cuando, tras una bien escalada de agresividad bien cebada por el entrenador blanco, vimos en la final de Copa de Valencia, así como en otros enfrentamientos anteriores y posteriores entre madridistas y barcelonistas, que aquellos chicos habían dejado de ser amigos y se miraban con algo parecido al odio, muchos nos sentimos tan alarmados como decepcionados, pues se estaba empezando a tirar por la borda una conquista histórica del fútbol español y, por si fuera poco, se hacía de paso un favor a determinados nacionalismos que florecen en España y que, al contrario que en Portugal, son perniciosamente disgregadores. Por fortuna la calidad de aquellos chicos incorporaba también lucidez y generosidad y supieron reaccionar a tiempo. Casillas y Xavi Hernández recompusieron la situación y gracias a ello España, como selección, pudo llegar todavía más arriba con la conquista de una nueva Eurocopa para conseguir enlazar ese título con un Mundial y otra Eurocopa, algo inédito hasta entonces. Mourinho fue incapaz de asimilarlo y desde entonces se la juró a Casillas, cuyas paradas en la final de Mestalla, por cierto, habían sido seguramente más importantes para que el Madrid consiguiera ganar la Copa del Rey que las broncas orquestadas desde el banquillo.

Recuerda Aljubarrota. España y Portugal podrían ser hoy un solo país. La oportunidad histórica surgió cuando las coronas se unificaron durante el reinado de Felipe II, que hablaba perfectamente portugués, como hijo que era de la hermosa Isabel de Portugal, la primera esposa de Carlos I y a la que más quiso (la luna de miel en Granada duró seis meses). Tal vez, dicen no pocos historiadores, si Felipe hubiera tenido el coraje de completar la descentralización administrativa que admitió con el traslado de la capital a Lisboa, se hubiera consolidado la unión ibérica, superando de una vez el desgarrón separador que se había producido siglos antes como consecuencia del resultado de la batalla de Aljubarrota. Había ocurrido en 1385. Al morir Fernando I de Portugal el trono pasaba a su única heredera, Beatriz, casada con Juan I de Castilla, con lo que se unificaban las coronas. Pero don João, hermano bastardo del rey fallecido, reclamó el trono portugués y consiguió los apoyos suficientes para defender su pretensión. La disputa se dirimió en un combate en el que las tropas castellanas, más numerosas, pagaron el error de ceder a las portuguesas una posición dominante que resultaría decisiva, como también la colaboración de un importante contingente de arqueros ingleses. El desastre castellano pudo llegar a incluir la muerte o el apresamiento de su rey, que cayó a tierra al resultar herido mortalmente su caballo, con lo que estuvo a punto de vivir la misma tragedia que el shakespeareano Ricardo III en la batalla de Bosworth. Pero, sin necesitar siquiera ofrecer su reino por un caballo, tuvo la suerte de tener al lado a alguien, el noble Pedro González de Mendoza, que le cedió el suyo. El pintor neoclásico valenciano Mariano Salvador Maella hizo de ese intenso momento histórico el motivo de un excelente cuadro, que, cedido por el Museo del Prado, se exhibe en el Museo de Bellas Artes de Asturias, en Oviedo. Los castellanos se quedarían con el recuerdo del gesto heroico de Mendoza, que, según reza una pequeña cartela que complementa el cuadro de Maella, tras ceder su montura "entrose a morir matando". Los portugueses incorporarían la batalla a su mitología nacional, con el añadido de una peculiar heroína. Brites de Almeida, una panadera que trabajaba en una aldea cercana, no necesitó entrar en la batalla sino que le bastó situarse en sus afueras para ir cazando uno a uno a varios españoles que, heridos, trataban de huir y tuvieron el infortunio de pasar por su lado, pues los remató a palazos y luego los metió dentro de su horno encendido. Así se convirtió en un mito nacional que todavía permanece vivo, como lo prueba que un periódico lisboeta le dedica diariamente una tira cómica, "A Padeira d'Aljubarrota".

Si el espíritu de Aljubarrota está vivo en José Mourinho o no, él lo sabrá, aunque parecer, lo parece. Pero esta vez quien perdió temporalmente el caballo en la refriega ha sido él, aunque por poco tiempo, pues Florentino Pérez le cedió generosamente el suyo para que pueda huir con todas las bendiciones a un destino donde tenga las mayores oportunidades económicas y deportivas y, lo que hay que oír, la tensión sea menos agobiante. Luego Florentino se meterá a ganar las elecciones para la presidencia del Real Madrid. A pie o a caballo, no importa, pues seguro que las gana.