El árbitro ha pitado el final, como las gradas le han estado reclamando durante varios minutos. Explota la fiesta. Los aficionados se desarman sobre los asientos. Los jugadores organizan su orgía, en un potaje de cuerpos entrelazados. El mundo se detiene en una burbuja. A algunos metros de la montonera, López Garai y Paco Herrera se abrazan. Intercambian susurros, ellos que cruzaron mandobles tras divorciarse el pasado verano. El ascenso los reconcilia en sus afectos. En el celeste que ocupa parte de sus corazones. Ayer volvieron a sentirse familia.

Es lo que se sustancia en esta conquista. ¿Qué es el Celta? Razón social, camiseta, escudo, estadio... Sería una cáscara vacía con esos simples mimbres. El Celta es su larga cuenta de desdichas y alegrías, la nómina de los que han pertenecido al club. Por sobre todo un sentimiento en el que algunos seres humanos se reconocen como íntimos, sin más requerimiento que proclamarse como tales. El Celta es su sangre, su genética, su historia común como lo son las calles, las industrias dolidas, el naval que ojalá resucite.

Oubiña, cuya biografía encarna como nadie al celtismo, su mezcla de tragedia y éxtasis, lo detalla en su discurso. Da las gracias "a los 7.000" que han acompañado al equipo en este lustro; a los que se han unido en la recta final de la temporada; a los que ayer no pudieron comprarse una entrada porque apenas les alcanza para comer.

Es la controversia que se había dirimido en las redes sociales. Los fieles habían bautizado como "rianxeiros" a los que ahora resurgen. Reproches previos, que desaparecieron en el instante de cruzar la meta. Pues como en la parábola del hijo pródigo, hay que honrar a los fieles, pero también alegrarse por aquellos que se habían extraviado y han encontrado la senda a casa. Los que rebuscaron en los cajones aquella camiseta que se compraron con el nombre de Gustavo o Mostovoi; esa que algún ser querido les regaló; la prenda en la que conservaban, como en formol, la primera militancia que siendo niños escogieron hasta la muerte. Porque es el babero que, al cabo, será el sudario. En los asientos se reúnen niños y ancianos, altos y bajos, obesos y entecos. Igual que Yoel cogerá en hombros a su pequeño hermano, que ejerce de recogepelotas, cuando el trabajo concluya. El Celta es también una herencia que se transmite entre generaciones.

Todo esa alquimia hierve en el estadio. No importa el partido. Se conoce el empate desde el primer minuto. Como mucho, se dedican "olés" a la combinación sin fin, se jalea la primera falta y se exclama en sorna "uy" si De Lucas saca un centro que nadie acude a rematar. Un espectador masculla "non pode ser" pero su queja no encuentra eco. Son los jugadores los que asisten al espectáculo de las gradas y no al revés. Es la sucesión de cánticos, el festival de Celtavisión.

Djukic se cuela en el temario. "Djukic, j...", braman los hinchas. Doce puntos, twelve points, douze points; diez para la tonadilla del "I will survive" y los clásicos: "Rianxeira", "Miudiño", "Real Club Celta de Vigo", "que bote Balaídos"; en cascada, los coyunturales ("el Celta es de Primera"). Las sustituciones se aprovechan para homenajear a Orellana, Aspas y Bermejo. Se corea el nombre de Paco Herrera. Resucita el "Gudelj, Gudelj", nacido en el ascenso de 1992. Como humorada se proclama "este partido lo vamos a empatar" y cae la mención inevitable al Deportivo.

Cuando comienza la cuenta atrás, efectivos policiales salen entre silbidos al campo para impedir la invasión, contra la que la megafonía había advertido. Esos segundos finales se antojan siglos. Pasan tan despacio como cada uno de estos cinco años. Si alguno se queda en silencio, es por recordar al que se quedó a mitad de camino, el que partió con un deseo por cumplir. Si existe algo más allá de esta vida, existe el amor. Y es de amor que está hecho el Celta.