Charles Lenglen llevaba una vida acomodada en el París de comienzos del siglo XX. Sin excesos, pero también sin grandes preocupaciones. Gracias a la pequeña empresa de transportes que había montado en la capital francesa la familia disfrutaba de una considerable tranquilidad, con el futuro a buen recaudo. Por eso la única inquietud del hogar de los Lenglen era la maltrecha salud de su hija, Suzanne. Se trataba de una niña frágil, delgada, permanentemente pálida, de mirada triste, y que sufría continuas crisis respiratorias a causa del asma.

El señor Lenglen, un tipo inquieto, había escuchado hablar de los beneficios que el deporte tenía en la salud de las personas y entendió que aquello podría ser una buena solución para la pequeña Suzanne. Aficionado al tenis, Charles Lenglen le compró una raqueta a su hija y comenzó a entrenarla personalmente desde muy pequeña. En una finca propiedad de su familia en las afueras de París habilitó una pista en la que situaba diferentes pañuelos a los que Suzanne trataba de acertar. Su evolución como jugadora fue inmediata y con solo catorce años se plantó en la final del Campeonato absoluto de Francia. Su precoz talento y el inevitable salto a los grandes torneos del mundo se vio frenado por la Primera Guerra Mundial que paralizó el circuito y retrasó el impacto que la joven francesa iba a provocar no solo en el tenis sino también en la sociedad francesa.

Tras la guerra el torneo de Wimbledon en 1919 era la primera gran cita del calendario mundial. Y allí, por encima de todo, la presencia de Suzanne Lenglen supuso un terremoto. La francesa irrumpió en la pista el día de su estreno con un vestido que permitía que se viesen sus pantorrillas y que dejaba al descubierto los hombros. El mundo no estaba preparado para aquella vestimenta en un tiempo en el que el recato se llevaba al extremo y las jugadoras se tapaban hasta los tobillos. Por si fuera poco, en mitad de los partidos, daba un pequeño sorbo a una botella de coñac con lo que la curiosidad alrededor de su figura se agigantó. Además, en la pista parecía una mariposa. Influenciada por sus estudios de ballet, Suzanne Lenglen parecía que jugaba flotando. Ligera, rápida, imaginativa, su estilo la convirtió en el centro de atención de todos los aficionados al tenis. Para culminar su impacto en Wimbledon se llevó su primer grande tras derrotar a Dorothea Douglass en una final legendaria resuelta con un 9-7 en el tercer set. Había nacido una estrella, la primera que tenía el tenis femenino, hasta ese momento siempre oscurecido por la categoría masculina. Se disparó el interés por los torneos que jugaba Lenglen cuya personalidad podía con todo y que incluso levantó alguna envidia en los tenistas masculinos, a quienes les costaba asimilar que una mujer les arrebatara parte de su protagonismo. Pero "La divina", el nombre que le puso la prensa francesa, era un torbellino en la pista y una mina fuera de ella que llegó a tener una línea de zapatillas con su nombre. Incluso comenzó a coleccionar romances para que no le faltase nada al personaje. En 1920 conquistó otra vez Wimbledon además de un par de medallas de oro en los Juegos de Amberes; y en 1921 hizo el primero de sus cuatro dobletes de su carrera (Roland Garros y Wimbledon). Fue entonces cuando recibió el primer revés considerable de su carrera. Sucedió cuando decidió ir a Estados Unidos a jugar una serie de partidos destinados a recaudar fondos para la reconstrucción de diferentes zonas de Francia. Sin que ella lo supiese la organización la había anunciado en el Open USA de aquel año. Su padre, que dirigía sus pasos, le insistió en que aquello constituía un grave error, que lo mejor era quedarse en Francia y evitar el pesado y largo viaje. Suzanne quería añadir más conquistas a su palmarés y por una vez no hizo caso de los consejos de Charles Lenglen. Enfermó durante el viaje y cuando llegó a Nueva York se enteró de que la habían emparejado en primera ronda con la vigente campeona, la americana Mallory. Jugó pese a sufrir una tosferina y optó por retirarse en el segundo set cuando no podía con el alma. Aquello le valió el abucheo del público americano y las duras críticas de la prensa de aquel país que se esforzó por presentarla como un personaje caprichoso y consentido. Pero lo cierto es que Suzanne Lenglen estaba realmente débil. Se cancelaron los partidos de exhibición y volvió a casa a preparar las siguientes temporadas en las que seguiría dominando con absoluta suficiencia tanto en la arcilla de París como en la hierba de Londres. Fue precisamente en Wimbledon donde puso el punto final a su carrera amateur, algo que sucedió tras otro penoso incidente. Todo estaba preparado para que ganase su séptimo título, pero un despiste la hizo llegar una hora tarde a la pista donde la esperaba impaciente la reina de Inglaterra, sentada en la grada, ansiosa por verla en acción. Se desmayó al enterarse de su error y se retiró avergonzada del torneo. Le llovieron las críticas porque hubo quien consideró el festo un ataque a la monarquía británica. Y Suzanne Lenglen decidió quitarse del medio y convertirse en profesional, lo que le impedía disputar torneos del circuito tal y como estipulaba el reglamento. Ganó bastante dinero aunque castigó aún más su delicada salud. En 1927 colgó la raqueta y se preocupó de dirigir una escuela de tenis en París. Su nombre desapareció de los periódicos hasta que en 1938 los periódicos anunciaron que se le había diagnosticado una leucemia. Duró tres semanas con vida. La enfermedad la barrió por completo cuando aún no había cumplido cuarente años. Su funeral en Notre Dame se convirtió en una enorme muestra de dolor popular antes de ser enterrada en un cementererio parisino donde descansa cerca de su padre.