Paradojas de la vida: una de las mayores glorias deportivas de Escocia es un liviano velocista llamado Eric Lidell que nació y murió en China. Su peculiar historia, que fue llevada al cine, arranca en Tianjin en 1902 donde vivía una pareja de misioneros escoceses: el reverendo Dunlop Liddell y su esposa. El pequeño Eric fue el segundo de los hijos nacidos durante la estancia de la pareja en Oriente aunque no permaneció mucho tiempo allí. Sus padres, que habían comenzado a plantearse la posibilidad de regresar a casa, tomaron la decisión de enviarle junto a su hermano a Inglaterra a estudiar en un colegio reservado para hijos de misioneros. Allí los hermanos Liddell tomaron contacto con el deporte. Eric sorprendió a todo el mundo por su velocidad y por la convicción con la que parecía correr. Aunque era pronto su nombre comenzó a sonar en competiciones escolares al tiempo que en su cabeza se consolidaba día a día una profunda devoción religiosa.

Su explosión se produjo durante su etapa en la Universidad de Edimburgo donde los hermanos Liddell, que siempre parecieron caminar de la mano, se matricularon para estudiar Ciencias Exactas. Con 18 años sus características como velocista ya eran indiscutibles. Compatibilizaba el atletismo con el rugby y fue precisamente con el balón oval donde llegaron sus primeros éxitos. Fue internacional con Escocia y llegó a disputar dos ediciones del Cinco Naciones con el XV del Cardo. Pero la carrera de Liddell estaba condenada a desarrollarse en la pista de atletismo, sobre todo con vistas a los Juegos de París en 1924. Con la idea de ganar el oro olímpico en los 100 metros Eric se apartó del rugby y consagró su preparación a la misión de convertirse en el hombre más rápido del mundo.

Al tiempo que aumentaba su fama y su potencial como atleta, Eric Liddell se convirtió en predicador. Su fe lo ocupaba casi todo y "el Señor guía mis pasos" era la explicación que ofrecía después de cada uno de sus triunfos. El tiempo que no estaba estudiando o corriendo lo entregaba a tareas de carácter social o a llevar la palabra de Dios a diferentes lugares de Escocia. Poco antes de los Juegos de París se produjo un suceso inesperado y que dio lugar a un intenso debate en Escocia. La organización programó los 100 metros para el penúltimo domingo de competición y Liddell, la gran esperanza del Reino Unido, renunció sin dudarlo a la prueba. El domingo era el día del Señor y sus profundas convicciones religiosas le impedían competir ese día. La noticia supuso una notable conmoción en su país porque de golpe parecía esfumarse la posibilidad de lograr el oro en la prueba reina de la velocidad. Los dirigentes se reunieron con él y entre todos tomaron la decisión de que Liddell participase en los 200 y 400 metros. Sus posibilidades eran menores, pero la capacidad de esfuerzo de Liddell y sus condiciones como competidor hacían albergar una mínima esperanza. En "Carros de fuego", la película basada en su historia y la del judío Harold Abrahams, se da la idea distorsionada de que Liddell se enteró en París de la fecha de la final. No es así. Lo supo un par de meses antes y preparó un plan de entrenamiento con la idea de triunfar en alguna de las otras distancias. Hubo medios de comunicación que discutieron la decisión de llevar a los Juegos a un "religioso radical" y mucho más cuando se supo que un par de días antes de la final de 200 metros Liddell pasó el día predicando en diversos centros de París. "¿Qué posibilidades puede tener alguien que prefiere predicar a descansar antes de la carrera más importante de su vida?", se preguntaban sus críticos. La cuestión es que en los 200 metros el escocés logró una inesperada medalla de bronce que le descargó de presión para los 400 metros que se disputaban un par de días después. Allí llegó lo impensable. Liddell recibió antes de la carrera una nota de un preparador americano con una cita del Libro de Samuel: "Aquel que me honra será honrado por mí". Aquello pareció darle una carga extra de fuerza. Liddell, por la calle siete, sin referencias de sus rivales, corrió como nunca lo había hecho. Con su estilo poco ortodoxo, con la cabeza inclinada hacia atrás, la boca abierta, el gesto desencajado, el hijo del reverendo Liddell logró el oro estableciendo un nuevo récord mundial. Se acababa de convertir en leyenda y en el Reino Unido incluso le perdonaron su renuncia a correr el relevo 4x400 en el que su concurso hubiese sido decisivo para derrotar a Estados Unidos. Pero el problema es que la carrera se disputaba el último domingo de los Juegos.

Lejos de disfrutar de la fama que le reportaba su triunfo en París, Eric Liddell tomó la decisión de seguir los pasos de sus padres y marcharse a China para servir como misionero. Compitió de forma ocasional, pero su vida ya estaba dedicada por completo a su tarea evangelizadora. Ejerció de profesor, de entrenador de atletismo y colaboró en diferentes tareas. Se casó con una canadiense y tuvo tres hijos en lo que daba la impresión de ser una vida apacible. Pero todo se complicó en 1941 a raíz del conflicto entre China y Japón. El Gobierno británico recomendó a sus súbditos que saliesen de inmedito del país, pero Liddell se negó. Envió a su familia a Canadá y él se marchó a la misión rural en la que había estado su hermano. Cuando en 1943 los japoneses se hicieron con el control de aquel territorio Eric Liddell fue llevado a un campo de prisioneros en Weifang. Allí siguió con su tarea, dirigió diferentes actividades, ejerció de organizador del campo, enseñaba la Biblia, cuidaba enfermos, impidió el contrabando de diferentes productos y se ganó un enorme cariño entre los chinos para quienes pasó a ser el "tío Eric" . Pero su salud empeoraba de forma evidente. En 1945 escribió la última carta a su mujer en la que le reconocía que estaba muy cansado. Realmente sufría un irreversible tumor cerebral que acabó con su vida a finales de mes de febrero. Solo tenía 42 años.

Antes de los Juegos de Pekín en 2008 el Gobierno chino puso en conocimiento de la opinión pública algo que se desconocía de Eric Liddell. El exatleta había renunciado a su libertad después de un acuerdo entre Japón y el Reino Unido para el intercambio de prisioneros. Había cedido su lugar a una mujer embarazada. La noticia sirvió para engrandecer aún más en Escocia la figura del atleta que corría "porque se lo pedía Dios".