El Pilotes Posada Octavio durmió ayer en la cima del mundo y hoy se levanta con el cuerpo entre dolido y glorioso, con la esperanza de confirmar en los despachos el octavo ascenso de la historia del club conquistado en la cancha. La holgura de las cifras engaña. El regreso a la máxima categoría, aunque concretado a falta de dos jornadas, ha exigido muchas victorias en el último suspiro, encuentros remontados por locura y ciencia, dientes mascando el sufrimiento. Todo condensado en los últimos sesenta minutos, en un último escalón hacia el cielo que exigió lo mejor. Los discípulos de Quique Domínguez sortearon con coraje las trampas que el choque presentó.

El 37-31 es casi una ficción. El Barakaldo, aunque saltó a la cancha conociendo la victoria del Frigoríficos, con el play off perdido en consecuencia, exhibió su dignidad norteña. El 17-20 del minuto 36 amenazó con aplazar la fiesta e incluso añadir angustia a las postrimerías ligueras. La posibilidad del fracaso, aunque remota, hubiera aleteado entonces sobre las cabezas viguesas, el huevo de la serpiente deslizado dentro del nido. Los incondicionales de As Travesas empujaron y el Octavio compensó con corazón lo que ya no podía por piernas.

El mérito del ascenso se multiplica por las circunstancias en que se ha firmado. El Pilotes afrontaba el choque de ayer sin su máximo goleador, Cerillo, y su gran baluarte en el centro defensivo, Cerqueira. Quique Domínguez acopló a Mikalauskas junto a Frade pero el lituano se cargó de exclusiones. La segunda llegó en el minuto 20. El 6.0 adelgazó. Llegó a defender el conjunto académico con Montávez en el eje y Pablo Domínguez en el penúltimo.

El desnortado criterio arbitral descontroló a ambos equipos en la primera mitad. El festival de exclusiones, que culminó con la tarjeta roja directa a Edu Moledo en el minuto 28, repartió alegrías y miserias. El Pilotes salió al galope (4-2), para ahorrarse nervios, pero el Barakaldo reaccionó. En el equipo vasco conviven dos generaciones sin puente intermedio, lo jurásico y lo adolescente. Es una especia de criatura híbrida, un engendro de laboratorio que funciona a dos velocidades de la mano de Ortuondo y Alberto Muñoz. Ortuondo hipnotizó a los académicos con sus "aurreskus" en la bisectriz. El Pilotes se refugió en Polakovic, cuyo brazó permitió el 17-16 al descanso.

Los excesos arbitrales le planteaban a Quique un dilema. Macías, solución defensiva, y Abramovic, sustituto natural de Moledo, jugaban a alternarse en la silla del descarte. Sola una de las carencias podía solucionarse. Quique alineó al canterano. Para el flanco derecho en la ofensiva eligió a Barisic tras comprobar que necesitaba a Polakovic en el lateral. El Barakaldo, entre tanto, se había aprovechado del bloqueo en la circulación y había volteado el choque con un parcial tras el descanso de 0-4.

Fue el momento de los héroes inesperados, de personajes secundarios durante la temporada obligados por el destino a descubrirse el pecho. Maciel se agigantó como una araña patuda bajo palos; Barisic rentabilizó su instinto venal; irrumpió Pablo Domínguez, fichado por su hermano para suplir a Cerillo, vinculación genética providencial. Del 18-20 se pasó al 23-22, la encrucijada defintiva.

Hermoso y Miranda habían revolucionado sus baremos. La primera exclusión de la segunda mitad no llegó hasta el minuto 50. El Octavio pudo aplicarse con intensidad. Quique agitó su marmita y le salió una defensa abierta y presionante, un 3.2.1 que buscó a Ortuondo en su cuna. Al talentoso central se le vieron las carencias, su morosidad con el balón y unas orejeras que estrechan el campo. El enjambre de avispas rojas cegó al Barakaldo. Cacheda y Montávez fueron alternándose en la zapa de la trinchera vasca. Fran González clausuró el choque. Y el Central cantó como desde octubre: "El año que viene, Octavio es de Asobal", un deseo al principio, un pronóstico después, ayer el certificado de un milagro eternamente renovado en memoria de Octavio Rodríguez.