Balaídos se abona a la teoría de la conspiración. El ser humano, por su propia naturaleza, sospecha de las apariencias. Una inteligencia oscura controla el universo y nos maneja como a marionetas. "Federación, manipulación", tronó el estadio en su cántico más repetido. Villar y sus directivos, o sea, han constituido el Club Bilderberg de la pelota según el celtismo. El reglamento lo redactó el descendiente de quién se inventó "Los protocolos de los sabios de Sión". Los árbitros son literalmente esos "men in black" que borran las huellas de los aterrizajes alienígenas. Al menos, es un buen pretexto en el que refugiarse en la zozobra.

También para eso se inventó el fútbol. Para irritarse agitando calcetines negros y tarjetas rojas desde la grada, aparcando las auténticas fealdades. Balaídos guardó silencio en memoria del nieto de Carlos Mouriño, con la congoja solidaria de tantos abuelos y padres imaginándose en la misma desgracia. Un niño se electrocuta y la vida prosigue su paso absurdo. El silbato del árbitro marcó la frontera entre la realidad y la ficción, aunque no sepamos a qué concederle más relevancia. En la grada, dos pancartas se avecindan: "Ánimo presi" y "Estamos ata os collons deles, fartos de roubos, vergoñas e inxustizas". Es tan pequeña la distancia, tan delgado el cristal. A un lado, Mouriño de luto; al otro, Mourinho, el rey de la conspiranoia, creando escuela.

El técnico luso ha encontrado en España el terreno ideal para plantar sus insidias. Esta es la Liga que no investiga sobornos grabados en conversaciones telefónicas y que, sin embargo, consiente la acusación permanente de prevaricación y fraude a árbitros, técnicos rivales y programadores televisivos. Y si el todopoderoso entorno merengue se lo cree, ¿qué no han de creerse los humildes?

Las teorías conspirativas se basan en datos. La estadística secunda al Celta. Un nuevo penalti en contra, otro a favor no señalado. Las repeticiones televisivas actúan como la película Zapruder con la bala mágica de Kennedy, probando que hubo mano. Prieto Iglesias alimentó el enfado de la grada perdonándole la expulsión a un pucelano. La mediocridad se confunde con maldad en esta obra de teatro.