Pocas medallas de oro parecían más seguras para la Unión Soviética en 1980 que la de hockey sobre hielo. La máquina dirigida por Tikhonov venía de conquistar cuatro Juegos Olímpicos de forma consecutiva con un equipo que aunque no era profesional (la mayoría de jugadores formaba parte del ejército rojo) se aprovechaban del campeonato nacional, que tenía un nivel asombroso. Podían formar cuatro equipos diferentes y aspirar con cualquiera de ellos al oro. "Salvo que el hielo se derrita bajo sus pies, conquistarán el quinto oro consecutivo" repetían hasta la saciedad los analistas.

En Lake Placid (cerca de Nueva York) no parecían tener rival. Finlandia y Checoslovaquia constituían las mejores alternativas. Estados Unidos, como siempre, presentaba un equipo formado por universitarios que contaba probablemente con su principal argumento en el banquillo. Herb Brooks había sido elegido para dirigir el equipo. Se trataba de un ex jugador (estuvo en los Juegos de 1964 y 68), un estudioso del hockey sobre el hielo, precursor en la preparación de los partidos y, sobre todo, obsesionado con el aspecto psicológico del juego. Brooks sabía que ese factor podía ser determinante por el momento histórico en el que se encontraban. En 1980 la Guerra Fría estaba en su apogeo. Un año antes la Unión Soviética había entrado en Afganistán y Jimmy Carter se estaba planteando la posibilidad de boicotear los Juegos Olímpicos que ese verano se celebraban en Moscú. Por lo tanto era imposible que la política no invadiera la competición que aquel invierno se celebraba en Lake Placid.

Brooks exprimió a sus jugadores al máximo durante el torneo. Les sometió a entrenamientos extenuantes y a continuas soflamas. El equipo estaba formado por componentes de los dos grandes rivales de la Liga Universitaria: Minnesota y Boston. Brooks les convenció de que habían sido convocados para formar parte de la eternidad y los jugadores acabaron por creerlo. A eso se sumó el sentimiento patriótico que se extendió por las gradas, enloquecidas tras cada triunfo de su selección. Entonces llegó el día clave. Estados Unidos se medía a la URSS en la fase final (se jugaba por liguilla y no por eliminatoria directa) sabiendo que el oro pasaba por ganar ese partido. En un embiente electrizante Estados Unidos aguantó como pudo el aluvión que se le vino encima. El partido tuvo un héroe: Craig, el meta americano que lo detuvo todo. El conjunto de Tikhonov se adelantó tres veces en el marcador, pero siempre encontró respuesta de los americanos hasta que en los últimos minutos Eruzione marcó el tanto del triunfo. El esfuerzo final de los soviéticos se estrelló como un iluminado Craig. Estados Unidos había ganado un partido imposible en medio del delirio. De todos modos, el trabajo no estaba hecho. En la última jornada de la liguilla final los de Brooks necesitaban ganar a Finlandia para conquistar el oro. Antes del partido el técnico les lanzó una de sus tradicionales soflamas: "Si pierden ustedes este partido se lo llevarán a sus malditas tumbas". E insistió: "A sus malditas tumbas". Los americanos ganaron 4-2 tras un partido cargado de tensión. El milagro estaba hecho: un equipo de universitarios acababa de derribar al mejor equipo de la historia del hockey sobre hielo. El estadio recibió el nombre de Herb Brooks.