"No mandé al Celta a luchar contra los elementos", diría Eusebio. La derrota celeste, primera de 2010, no se resolvió sobre el césped sino en la sinrazón del árbitro y el corazón desbocado de Iago Aspas. La suerte sigue comportándose de forma cicatera con este equipo. Se cobró una libra de carne por la felicidad de Villarreal. Queda la Copa para seguir soñando; la Liga habrá que sufrirla. Aún queda lejos la primavera.

Dos acciones insulsas, que ningún resumen televisivo habría incluido, condicionaron el choque. Bernabé García experimentó una mutación terrible en el minuto 40, como de hombre lobo al salir la luna. El árbitro camuflado, que tiraba de las riendas, se enfureció. Castigó con amarilla una entrada inocente y lateral de Iago Aspas, más liviana que cualquier otra. Cuatro minutos después, el moañés pidió barrera. Bernabé demoró el silbido, los jugadores se movieron dentro del área y Aspas sacó por reflejo. Dura lex, sed lex. No hubo intención de engaño, pero Bernabé aplicó la letra. Sería el Juez Lynch en el Oeste. Le resultó muy sencillo pitar contra la muchachada celeste, a la que abroncó con ceño de institutriz. El criterio insidioso es peor que cualquier fallo humano.

Entre la iniquidad de Bernabé y la ingenuidad de Aspas estropearon un precioso espectáculo. Es como si un extra interrumpiese Casablanca antes de la despedida entre la niebla o como si un tramoyista tosiese durante el monólogo de Hamlet. Bernabé acuchilló el partido igual que aquel loco La Gioconda, con esa misma inquina contra la belleza. Tras su intervención, al Celta le quedó sólo el coraje, insuficiente ante la Real.

El equipo vigués había salido en tromba, intenso en la presión y exquisito en la combinación. En veinte minutos ya había generado media docena de ocasiones. Rivas le sacó a Túñez un testarazo bajo palos. La Real se tambaleaba pero no caía, aferrándose a la confianza de su coliderato y a la genialidad de Xabi Prieto. Un remate suyo, una asistencia, y Falcón se agigantó bajo palos. El ascenso donostiarra sólo depende de la salud de su "diez".

La calidad del choque no desmerecía la de los mejores de Primera. El Celta volvió a la carga tras recuperar el resuello. La Real se tensaba como un depredador en las contras. Balaídos agradecía el desempeño generoso de ambos contendientes, sin querar que llegase del descanso. Mejor hubiera adelantado el reloj. Bernabé lo redibujó todo con sus dos machetazos.

Eusebio, por supuesto, fue Eusebio en las maniobras de adaptación. Metió a Trashorras. Buscaba la pausa y el golpeo. El Celta le mantuvo el cara a cara a los donostiarras, ahora bien desplegados a lo ancho. Más que un hombre, un centímetro diferenció a ambos equipos: el que le ganó Prieto a Lago para centrar, el que le faltó a Falcón para anticiparse a Nsue en el remate.

La Real Sociedad se acomodó en el tanto. Jugó al rondito. Apenas se concedió tres contras para matar el choque aprovechando las cargas suicidas de los celestes, de brigada ligera en Balaclaba. Joselu se lo quiso hacer pagar. Labaka le sacó una suave vaselina en la frontera invisible del gol y la cruceta ejerció de aduana cerrada en un córner. Ahí gastó el Celta sus últimas fuerzas. Las piernas flaquearon y dejaron de obedecer lo que les ordenaba la voluntad irredenta de los jugadores.

Celta y Real Sociedad son equipos con alma y clase. Entre ambos no existen los 19 puntos de diferencia que marca la clasificación. La falta de oficio de los vigueses no merece tanto castigo. Ambos son hijos de dios pero el Celta lo es de un dios menor e incluso caído. Gregorio Bernabé se lo recordó ayer.La Liga sigue siendo un valle de lágrimas.