La tragedia no beatifica a sus víctimas. Nada tiene de heroico el entubado de hospital. La bala ha transformado a Fernando Cáceres en un moribundo. Es una cuestión física, de huesos y tendones. Seguramente le asquería verse convertido para los papeles en un ángel bondadoso. Nunca lo fue ni presumía de ello. Las elegías de saldo simplifican al que pretenden ensalzar. Cáceres se define por sus virtudes y sus defectos, si es que una vida se resume en calificaciones morales. El "Negro" es complejo, como todos pero más, porque ha sido hombre de extremos: juerguista, mujeriego, pendenciero; y a la vez honesto, generoso, bravo. Así se le recuerda en Vigo.

Construyó su carrera sobre su inteligencia táctica y su astucia en el combate cuerpo a cuerpo con el delantero. Que tal pericia coincidiese con sus habitos desnortados es más usual que paradójico. La cancha es un universo especial, con reglas propias. El futbolista en poco se parece al ser humano que lo interpreta. Si acaso, su lectura precisa del fútbol se convirtió en un lastre para el colectivo en sus estertores, cuando disfrazaba sus fallos. Un epílogo que no empaña una trayectoria brillante.

Cáceres triunfó casi siempre en sus equipos. Compañero de generación de Redondo, maravilló en el Zaragoza, tuvo un paso fugaz por Boca y Valencia y se asentó en el Celta. En el Córdoba escribió una gris despedida de Europa para completar el ciclo en Argentinos Juniors, donde había comenzado. Vistió la albiceleste, por supuesto.

A Vigo se lo trajo Víctor Fernández, del que no tenía buena opinión personal pero cuyas órdenes siempre acató. Ya no era el tipo espigado de cuando la elástica maña. Había echado cuerpo pero en kilos de metal. Cáceres ocultaba en una apariencia vulgar su prodigioso físico. Superaba a todos sus compañeros en los ejercicios de pesas de A Madroa. Jamás llegó tarde a un entrenamiento pese a los excesos de muchas noches. Y jugó mil veces lesionado, incluso un amistoso en Gondomar. "No me gusta ver el fútbol desde la grada", comentó. Nadie conoció sus dolores. Prohibía incluirlos en el parte médico.

Los rivales lo sufrieron. Como aquel delantero del Pellister al que el consejero Fernando Mosquera, delegado en el choque europeo, le pidió durante el descanso que neutralizase. A los cinco minutos de la reanudación el jugador macedonio huyó a la banda. En el pie llevaba marcados los tacos del celeste y en la cabeza, palabras en castellano cuyo significado supo interpretar gracias al tono.

En el vestuario elegía a sus íntimos. Si detectaba algún problema, comunicaba su diagnóstico a los colaboradores del club. No comulgó con los veteranos de la época como Mostovoi o Karpin, al que plantó cara. Cáceres prefería avecinarse con la chavalada de perfil bajo: Pinto, Coira, Caínzos... Hérmetico para el común, se abría con ellos y les animaba a superar las dificultades. Cáceres se comportó siempre a su estilo, sincero, de palabra tan escasa como cruda.

La leyenda de aquellos años recoge sus incidentes nocturnos: el accidente de coche en la carretera a A Ramallosa; los desperfectos en el vestíbulo del hotel de Sevilla; el sexo con prostitutas durante una concentración, Contreras y Pinilla de la mano. "Lo importante es que todo está bien con mi familia", diría más tarde. Su mujer ignoraba o fingía ignorar, tal vez consentía porque son las reglas del ambiente. Se queda en las paredes del hogar. En ella y en sus hijas se refugió siempre del Cáceres oscuro con el que cohabitaba, ése que conducía por Vigo con una pistola en la guantera. El miedo se filtra en el tuétano; lo llevas de equipaje en las mudanzas. En su caso, aquel arma aparece ahora como un escalofriante presagio.