El Celta lleva una doble vida. En Liga sufre; en Copa del Rey disfruta. En ambas realidades se planta con la misma idea, un plan hermoso que ante el Girona desarrolló a la perfección. Si encuentra un conducto entre ambas esferas, podrá ofrecer al celtismo una campaña más alegre de lo que ahora parece.

Eusebio habrá celebrado en la intimidad como un niño que la resurrección del equipo en Huelva se produjese al modo que él prefiere, a través de ese 4-3-3 concebido para apropiarse del balón. Las dudas provocadas por los malos resultados le habían hecho apostar de inicio ante el Recreativo por un fútbol contra natura, opuesto a la filosofía que mamó de jugador y predica como entrenador. Reivindicado, en Montilivi recuperó dibujo e intención.

Se topó el Celta, sin embargo, con un Girona dispuesto a discutirle la posesión. Cosa rara porque los adversarios, que le saben el truco, suelen cederle cancha para golpear a la contra. La Copa del Rey, afrontada con mayor relajación que la Liga, es el territorio que los entrenadores emplean para soñar. Para ensayar aquello que la sucia realidad cotidiana de Segunda no les permite. Ambos bandos se plantaron con alegría sobre el renovado césped, regado además con profusión. Se benefició el ritmo del choque, vivo, en un ida y vuelta constante.

Velocidad de Primera, por tanto, pero con las carencias propias de equipos de inferior categoría. Al Girona le faltaba precisión en el último pase para eludir la adelantada defensa céltica; el Celta está más sobrado de toque pero se vuelve inocente al alcanzar el área. Esa bondad es el pecado mortal en la composición de la plantilla, un defecto al que deben intentar sobrevivir. Los hombres de Eusebio, tras aguantar los arreones iniciales de su rival, encontraron caminos fáciles hacia Jorquera pero en viajes mal culminados hasta la explosión final de ese periodo.

Ahora mismo son Dani Abalo y Iago Aspas los que imprimen un estilo determinado al equipo. Los que lo retratan, con su revoloteo talentoso. Aspas crece en cada encuentro. Aunque se considera mediapunta, demarcación que con Eusebio no existe, aprovecha a la perfección la libertad que el vallisoletano le concede al supuesto ariete para ratonear entre líneas. El moañés jugueteó psicológicamente con los centrales, los mareó y les sacó tarjetas, limitando su capacidad de maniobra en la marca. Y acabó decorando su primoroso primer tiempo con un gol en situación extraña para él, rematando en el segundo palo un córner, y acto seguido con una asistencia que Michu empalmó a las mallas.

Cristóbal Parralo se lo jugó al todo o nada tras el descanso. Agotó los cambios de partida. Quiso agitar el partido, buscar en el caos lo que en el fútbol ordenado no encontraba. Hubiera funcionado con el Celta de la pasada campaña. Aquel equipo se hubiera comprimido contra su portero y se hubiera automutilado por ansiedad. Pero el fútbol control del actual Celta, que a veces le condena con el marcador igualado, lo blinda con viento a favor. Sucedió en el Colombino y sucedió en Montilivi. Sólo se descosió el Girona; el conjunto celeste agitó las manos como un prestidigitador y lo acuchilló.

El partido se convirtió en un rondo, como Cruyff le enseñó a Eusebio. Una imagen dolorosa para la parroquia local, que empleó la indignación en gritos de dimisión dirigidos hacia la presidencia, que sólo el cosmético 1-3 acalló. A ellos les toca sufrir; al Celta, la esperanza de que el sorteo copero arroje el viernes un adversario de postín y sobre todo de que el sábado, ante el Albacete, estos chicos proporcionen continuidad al fútbol entusiasta de que son capaces.