El fútbol eleva montañas en un instante, derrumba imperios, quiebra las convicciones más firmes. Los traumas de un siglo han desaparecido en cuestión de centímetros. ¿Pura fortuna? Seguramente. Durante décadas la hemos responsabilizado de todos los fracasos españoles. Es justo que hoy la coronemos, aunque también cuente la templanza que la nueva generación (Cesc, Cazorla) exhibió ante Buffon.

Dos motores

Torres y Villa dimitieron ante la defensa italiana. Lo previsible. El equipo carburó al ritmo de Senna y Silva. Ellos rara vez fallan. Jamás aparecen en los titulares de portada ni las televisiones elaboran reportajes en el vecindario de su niñez. Destacan por su fiabilidad, por cómo cosen a sus compañeros en el juego colectivo y los mejoran. De Senna nadie se acordaba, bajo el discurso hueco de Xabi Alonso. Hoy es el icono del mestizaje, de esa emigración necesaria que quieren encarcelar preventivamente. Silva viaja por la vida sin hacer ruido. Pero vale tanto como Cristiano Ronaldo. Al menos, dentro de la cancha. Su triunfo es el del silencio.

El valor de la edad

Una de las costumbres predilectas del fútbol es transformar a los villanos en héroes. Como Rustu. Como Aragonés. Su gestión merece críticas, pero nunca la crucifixión a la que se le sometió por el pecado de desdecirse tras el Mundial. Los analistas de la pelota juzgan sin derecho a recurso. Y la pelota, sabia, los ridiculiza casi siempre. Aragonés pone en escena a la tercera edad, a la que pretendemos confinar a los asilos. España ríe. Se lo debe a un emigrante, a un tímido y a un abuelo.