Ayer se cumplieron 100 años del nacimiento de Manuel Laureano Rodríguez Sánchez, Manolete, el IV Califa del Toreo. El inimitable diestro cordobés fue santo y seña de la generación de la posguerra española en virtud de su gran personalidad dentro y fuera del ruedo. "El Monstruo", como lo apodaron hiperbólicamente, fue referente de una manera de entender el toreo y la vida que todavía hoy es objeto de admiración de muchos aficionados.

El 29 de agosto se cumplirán, además, 70 años de su trágica muerte en Linares (Jaén), cogido por el miura "Islero".

Manolete ha sido -junto a Juan Belmonte- el torero con más fuerza expresiva de la historia de la tauromaquia. El trianero hizo posible caminos esbozados por otros pero malogrados hasta el momento de su llegada a la fiesta, mientras que el cordobés consiguió obligar al toro al máximo, reduciendo la distancia entre ambos al mínimo.

Más allá de aportaciones técnicas que han cambiado el arte de Cúchares para siempre, lo realmente decisivo en ambos colosos fue su permanente afán de superación para comunicar su arte; ese golpe de alma del primer Belmonte, capaz de acabar con todo y con todos porque no le importaba acabar consigo mismo ante los cuernos de la fiera. Ese ascetismo de Manolete, que imantaba voluntades con un toreo de enorme exigencia ética. En definitiva, la idea de que torear es una actividad más espiritual que física, que posee una fuerza vivificadora que puede actuar amplia y profundamente.

La excelencia de la tauromaquia depende de las cualidades innatas de cada matador. Ser partidario de las personalidades de los toreros es, en definitiva, lo único posible. La sucesión de pases, constantemente repetidos, no generaría emoción si el diestro no les dotara de expresión propia. "En el toreo -sentencia Joselito- se puede aprender todo menos el estilo, que es un don que cada uno trae al mundo". Para mí -le confiesa Juan Belmonte a Chaves Nogales- lo decisivo es el acento personal. "Se torea como se es. Esto es lo importante: que la íntima emoción traspase el juego de la lidia. Que al torero, cuando termine la faena, se le salten las lágrimas o tenga esa sonrisa de beatitud, de plenitud espiritual, que el hombre siente cada vez que el ejercicio de su arte -el suyo peculiar, por ínfimo o humilde que sea- le hace sentir el aletazo de la Divinidad".

El cordobés fue, sobre todo, un torero de una honestidad sin parangón. El toro no era para él un objeto susceptible de ser modelado como un pedazo de arcilla. Tampoco consideraba al torero como un ente puramente funcional que opera con las cosas.

La tauromaquia era para él un fenómeno vital desde el que entregarse desde lo más auténtico de sí mismo y, tras superar todos los obstáculos, vencer en un combate.

Parafraseando al filósofo, Manolete era de los de "vencer con su propio esfuerzo y destreza al bruto arisco", al que situaba "lo más cerca posible de su nivel, sin pretender una ilusoria equiparación" que, de ser viable, anularía ipso facto la realidad misma del toreo.

El sentido de la tauromaquia no consistía para el cordobés en elevar el toro hasta el torero, sino en "algo mucho más espiritual que eso: una consciente humillación del hombre, que liga su prepotencia y desciende hasta el animal para rendir culto a lo que hay de divino, de trascendente, en su naturaleza".

Una filosofía que no casa con la concepción actual de las corridas de toros, más orientada al triunfo a toda costa y a la mera satisfacción externa y que deja poco margen a la vocación como eje de la carrera de un torero.