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El centenario de uno de los grandes escritores españoles del siglo XX

Con don Camilo el del Nobel en Suecia

El novelista, que hoy cumpliría cien años, ascendió al Olimpo literario en diciembre de 1989, al recibir el Nobel en un país que lo llamaba "el Hemingway español"

Me enviaron a Estocolmo en diciembre de 1989.

Coronaban con el Nobel a Camilo José Cela. El premiado recogería el galardón acompañado de Marina Castaño. Según la confesión fugitiva del escritor a Charo Conde, su primera esposa y amanuense, se había "enamorado como un colegial" de una periodista más joven que su hijo. Probablemente era la única forma de enamorarse de una persona así.

(No reproduzco correctamente la tensión de aquellos días. Un mes antes de los festejos suecos, la postergada Charo Conde declaraba que "hombre, por Dios, pues claro que acompañaré a mi marido a Estocolmo. Como se dice ahora, faltaría más. Me apetece mucho porque nunca he estado allí." Nunca estaría allí).

Llegué a Estocolmo en medio de un temporal de nieve que dificultaba la visión de la propia nariz. Entiendo que los suecos huyan ahora, aunque sea a Mallorca. Llamé al solariego y desasosegante Grand Hotel donde se alojaban Cela y Castaño, para solicitar una entrevista al Nobel, a quien conocía de anteriores pesquisas. Dejé un mensaje. En un alarde de periodismo de investigación, un diario local publicó un comentario hiriente sobre ese gacetillero prepotente que se cree con derecho a dejarle recados a todo un premiado olímpico de la Academia sueca. Ignoraban seguramente que Don Camilo respondió pronto y solícito:

-Vallés, pásese mañana a las diez por la suite 450 y hablamos.

Un cuarto de siglo después, sigo concertando entrevistas por el método antediluviano de importunar previamente a las víctimas, aunque me declaro dispuesto a aprender nuevas técnicas. La pareja compartía por primera vez su intimidad con un periodista. Castaño pensaba que yo sobraba en la ecuación, y se veía correspondida. Tenía que plantearle al novelista, porque Cela no aceptaba ninguna otra denominación, que sus cortesanos mallorquines temían que se hubiera despedido a la francesa tras cuarenta años de convivencia provechosa para ambas partes:

-Están engordando los rumores según los cuales usted ha abandonado definitivamente la isla. (Es lo bueno de convivir con Cela, que acabas parodiando sus cultismos montaraces).

-Pues no me han llegado. Legalmente, y a todos los efectos, sigo siendo palmesano, hijo adoptivo de la ciudad. Pero también soy de Madrid, La Coruña, Torre Mejía, Guadalajara y Padrón.

-¿Va a regresar usted a Mallorca o no?

-Volver a Mallorca o no volver, yo qué sé. Eso no se lo plantea uno.

La reivindicación de los vínculos insulares de Cela produjo un efecto paranormal. Hasta ese momento, Castaño había trasteado silenciosa pero vigilante, por los alrededores del generoso sofá. Al escuchar los homenajes a Mallorca, la usurpadora empezó a dar portazos y a cerrar con violencia los cajones, desatando un estrépito que no recordaban en el macizo Grand Hotel desde la última visita de los Rolling Stones. Era el comienzo de una gran enemistad, pero no negaré que la agitación a mis espaldas me invitó a ensayar una vía de ataque menos expuesta:

-¿Y el corazón, Don Camilo?

-En mi familia, en general, tenemos el buen gusto de no hablar nunca de vísceras.

Camilo José Cela y Marina Castaño en el baile posterior a la entrega del Nobel en Estocolmo // Efe

Por si la animosidad indivisa de Castaño no fuera castigo bastante, la entrevista y las crónicas adyacentes me valieron la enemistad eterna de los vasallos de Cela en Mallorca. Hasta un periodista de provincias percibía que Don Camilo el del Nobel había roto amarras, con la isla que comparaba a la Gran Bretaña por su exquisito cultivo de la indiferencia. Su "sigo teniendo muchos amigos en Mallorca, a quienes envío desde aquí un saludo muy cordial", se traducía por "ahí os quedáis, labriegos, por mí podéis pillar un empacho con vuestras ratas de s'Albufera".

Por una vez no me traicionó el instinto. Cela apenas si volvió a Mallorca. En la gira de despedida, castigó con su desdén a los palafreneros que me habían censurado, y que acabarían incubando una hostilidad asesina hacia el Nobel desagradecido. En cambio, siempre contará con mi admiración. Su recuerdo me llena de energía, frente a la cursilería de poetastros de porcelana. Cien años después, disfruto de recordar su manejo ejemplar del requiebro, en la capital de los suecos. Fingidamente abrumado por la atención mediática, estipulaba de oficio:

-Mi salud no me preocupa en absoluto, pero me afecta no tener tiempo de coger la pluma.

-¿Y nunca caerá en la tentación de sentarse ante una máquina de escribir?

-No sé cómo funcionan.

En 1989. Concluido el combate a domicilio, esperé a que el Nobel se vistiera atildadamente con un traje príncipe de Gales.

Salimos los tres de la suite. La expedición iba capitaneada por Castaño, que trajinaba con la llave mientras la camarera que aseaba una habitación anexa le lanzaba un requiebro al novelista. Don Camilo se inflamó, con un reflejo felino que se desentendía de sus 73 años:

-Hola, chata.

Castaño no fue menos fulgurante ni ejecutiva:

-Te voy a dar una patada...

Era una extraña relación de pareja pero, ¿acaso no lo son todas? Cela se hubiera reído como espectador de su adolescencia sobrevenida. Tenía que conformarse con iluminar su sonrisa cuando constataba que las mujeres suecas "están muy bien calculadas".

Otra mirada perentoria de su cancerbera paralizaba el tímido exceso.

En aras de preservar la convivencia, me atreví a encarecer la arquitectura del hombre sueco. Se aplacaba el fuego en los ojos de Castaño, pero ahora refunfuñaba el Nobel:

-No valen nada.

En el lobby del Grand Hotel aguardaba al Nobel la delegación mallorquina, encabezada por Jaume Cladera y Joan Verger. Las grandes plumas del periodismo español se habían desplazado a Estocolmo, entre la literatura y el morbo. Raúl del Pozo, Carmen Rigalt, Sánchez Dragó. Los suecos llamaban "el Hemingway español" al novelista, que me comentaba que "me parece muy bien, porque siempre le admiré y fuimos buenos amigos".

La única exigencia creativa al Nobel de literatura, antes de recibir el premio de manos de Carlos XVI Gustavo en la sala de Conciertos de Estocolmo, consiste en la lectura de una selecta conferencia. La pieza ofrece históricamente momentos memorables, a cargo por ejemplo de Albert Camus. Mi teoría es que Cela no estaba ya en posesión de las armas de la invención. De modo que resolvió la encrucijada por el atajo del autoplagio.

Tras una protocolaria encomienda inicial a Pío Baroja, el genio y figura no abandonaron a Cela en el comprometido discurso. Se limitó a leer un texto antiguo con su firma, "Teoría de la lengua". Esta disquisición encabezaba una recopilación de artículos y conferencias del escritor, "Los vasos comunicantes". La pintoresca repetición solo fue detectada por Sánchez Dragó, por su seguro servidor y, me temo, por Cela Conde. Los dos primeros lo publicamos, respectivamente en Diario 16 y en El Diario de Mallorca, "Cela se copia a sí mismo en su discurso a los suecos". La Academia sueca tendría que disputarle el copyright a Plaza y Janés. La última broma de un ser más grande que la vida, y la última pregunta en el Grand Hotel:

-¿Es usted feliz?

-Pues no me lo había planteado, pero sí.

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