Decepción o fracaso. Es el dilema semántico que hace furor. Un jueguecito de la prensa, que establece la realidad a través de su pregunta. Pero que esta vez posee sustancia. La diferencia entre decepción y fracaso es la que media entre lo que ilusiona y lo que se exige; entre lo que alimenta y lo que frustra. El debate diagnostica al Celta en una etapa paradójica de su existencia.

El Celta va a quedar entre el décimo y el decimoquinto puesto. Su permanencia, que nunca debe darse por sentada y que jamás peligró, quedó certificada con semanas de antelación. Una campaña satisfactoria en términos históricos. Saber quién has sido no define quién eres ni determina quién serás, pero ayuda a crear el marco del análisis.

Más pesa la matemática presente. Duodécimo club en tope salarial y presupuesto, decimotercero en abonados, también en la zona media baja de Primera por ciudad, área de influencia, mercado, perfil socioeconómico de la clientela... El Celta se sitúa donde su radiografía estructural le dicta.

La perspectiva era otra, sin embargo. El fútbol es un negocio de alquimia especial, que admite matices en la traslación a la cancha del músculo financiero. Aspirar a Europa era legítimo por consistencia del proyecto, coherencia en el estilo, potencial de la plantilla, estabilidad interna, higiene económica... Los méritos célticos de los últimos años elevaban el listón y a la postre le afean el balance de esta campaña.

Así que resulta conveniente sentirse decepcionado. Lo está la directiva, ya que prescinde de Unzué. Ese inconformismo, bien gestionado, anima a superar los límites. Y la ambición no sólo se contiene en una posición: también se sustancia en el juego o en la gestión de la plantilla. El Celta de Unzué, en el balance general, provoca indiferencia. Ha aburrido. Quizás su pecado mortal después de tres campañas con Berizzo en las que cada segundo de partido contenía todas las emociones de la vida. Incluso se recuerda con mayor agrado el milagro del 4 por ciento porque el celtismo se crece en los extremos y se mustia en la monotonía. Añoramos la adrenalina.

El problema es que es el fracaso la sensación que cunde. El celtista se ha convertido en un ser en busca de razones para la insatisfacción. El modelo deportivo del Celta acumula los mismos elogios ajenos que críticas propias. Se denuesta a veces lo uno y su contrario. Incluso se ha convertido en queja la sede o la ciudad deportiva como concepto, más allá del conflicto con el Concello. Y así, del entorno se ha apoderado una pesadumbre apocalíptica.

Estos apologetas del desastre pueden acabar teniendo razón. Una profecía autocumplida. El pesimismo se contagia con facilidad y el fútbol, ya se sabe, es un estado de ánimo. El del celtismo, y el del Celta por extensión, se corresponde con un club en descenso, en descomposición o en la ruina. O con lo contrario e igualmente falso, un club rico, que malvende por capricho.

Se le puede pedir al hincha una reflexión introspectiva. Pero influir en el clima ambiental es también responsabilidad de la directiva, casi en la misma medida que fichar bien o cuadrar el presupuesto De poco sirve tener un buen producto si no sabes comunicarlo, como sabe cualquier empresa. Hay que añadirle valores intangibles a las características evidentes. También trasladar de la forma correcta las dificultades a las que te enfrentas con la competencia. La dejadez en la relación con el aficionado es probablemente el mayor defecto de la "era Mouriño".

La sensación de fracaso conduce al celtismo a la melancolía. La autocomplacencia, al raquitismo. Que una temporada tan plácida decepcione, en la medida en que retrata a un club y una afición con ambición de superar sus fronteras naturales, es el éxito si se canaliza de manera fértil.