Cuentan que había aficionados llorando en Balaídos. Puedo entenderlo. El fútbol remeda la vida y la exagera. Nunca deja de sorprenderme su poder emocional. El Toto ha ejercido de padre durante estos años. Ha sido el que alentaba la esperanza del celtismo y el que lo consolaba. Ha proporcionado consejo, educación y guía. Muchos aficionados se sienten hoy huérfanos sin su regazo, desnortados. Ya no volverá a dejarnos una de esas frases para pintar en las paredes. A veces ni siquiera necesitaba hablar. Bastaba su rostro para serenar la euforia o la tristeza. El Toto siempre parecía saber qué hacer a continuación. En realidad, en círculos privados ha tenido muchos momentos de zozobra, algunos incluso excesivos. Pero jamás permitió que otros sufriesen por sus dudas. Todo padre guarda una máscara en el cajón. Sabe qué ha de decir y qué ha de callar, reteniéndolo en el vientre.

El duelo tiene sus fases; también el duelo celeste, aunque se le haya revuelto el orden clásico. Antes incluso que el trauma estuvo la negociación. De alguna forma debía producirse el acuerdo. Cada avance, real o ficticio, se celebraba con alborozo; como esa leve mejoría en el enfermo, apenas un dato insignificante en sus constantes, que le alegra el día al familiar, igual que el empeoramiento se lo destroza. Y así cada parte médico es un juicio final que te mantiene en vilo. Muchos siguieron creyendo en alguna solución milagrosa incluso después de que el propio Toto anunciase su adiós. Todavía hoy hay quien reclama algún remedio.

Es ahora cuando se confunden negación e ira. Puedes creer que has asumido su marcha. Puedes pronunciarlo en voz alta y escribirlo. Pero en realidad sigues esperando que esté allí cuando gires la cabeza, que suene el timbre y sea él, que vuelva cuando concluya su viaje. En tu mente sigue intacto, es un número de teléfono que no borras de la agenda, la conversación que inicias sin que nadie te responda. Llegará el primer entrenamiento de pretemporada y habrá quien espere al Toto en A Madroa.

Son los instantes de lucidez los que desatan la rabia: contra la muerte, contra el destino, contra el diablo. Necesitas alguien a quien culpar. Y necesitas además hacerlo sin matices, aliviándote en ese odio. A Mouriño y su directiva les toca encajar las críticas razonables y las exageradas; las que hablan de su negligencia o de su mal cálculo, pero también las que los caricaturizan como villanos de cómic.

Ya se anticipa la depresión. Parece imposible que la existencia pueda proseguir con normalidad cuando has perdido a un íntimo -y Berizzo lo fue, incluso sin saberlo él, de muchos a quienes jamás conoció por su nombre-. Te preguntas cómo es posible que el mundo ignore este dolor. Descartas volver a reír. Ningún entrenador podrá jamás estar a su altura; ningún otro equipo podrá emocionarte de esa forma. Ya no renovarás el abono. El Celta se ha terminado para ti.

Pero lo cierto es que la vida continúa a la mañana siguiente, siempre continúa, y su poderosa corriente te acaba arrastrando. No sucede en un momento concreto. Poco a poco se van recuperando las rutinas, los apetitos, los intereses. Aprendes a reconstruirte sin su presencia. Llenas los huecos que te ha dejado. Ocupas el tiempo con mil menudencias que te distraen, al principio forzándolo y después de forma natural. Te ilusionas con un fichaje; puede incluso que con su sustituto, aunque al principio te sientas como un traidor por ello. Y el ciclo se reinicia. Pronto estarás festejando goles y abucheando fallos como en cualquier otra temporada. No por eso lo habrás olvidado. Pero un día descubrirás que eres capaz de recordarlo sin la amargura que ahora mismo te quema y te sofoca; que la felicidad que te legó ha cristalizado en azúcar. Y ya no llorarás la pérdida del Toto, del padre, sino que celebrarás haberlo disfrutado. Será así. O es al menos lo que espero.